El día del festejo, antes de que el
sol llegara a su cenit, le envió Teo un carro ligero para recogerlo en el Museo
y trasladarlo hasta su residencia. Bías se vistió con una clámide blanca que
sujetaba con un broche de oro sobre su hombro derecho. La prenda le llegaba por
las rodillas dejando al aire sus musculadas pantorrillas. Calzaba sus pies con
unas sandalias de cuero bermellón y sujetaba el cabello negro y rizado con una
fina cinta dorada.
El auriga, un joven escita de pequeña
estatura, condujo el poderoso corcel con maestría por la calle Soma,
atravesándola de punta a punta. Pasaron por delante del Mausoleo de Alejandro y
continuaron en línea recta hasta la salida sur de la ciudad. Una vez fuera de
las murallas se dirigieron hacia el oeste bordeando el lago y al cabo de un
rato alcanzaron la entrada de la villa del padre de su amigo. Pasaron entre dos
columnas dóricas de mármol blanco y recorrieron un largo camino flanqueado de
palmeras hasta llegar a la entrada del edificio principal.
El esclavo detuvo el carro delante de
una ancha escalinata que daba acceso a un caserón de piedra rosácea, que más
parecía un templo por sus dimensiones y monumentalidad. Al final de la
escalera, una barandilla de piedra se extendía a ambos lados, adornada cada
pocos pasos por estatuas de dioses griegos y egipcios. Dos esclavas nubias
ataviadas con túnicas amarillo azafrán lo recibieron en la puerta y lo
acompañaron por un patio interior en el que destacaba una enorme fuente
coronada por una estatua del dios Helios representado conduciendo un carro
tirado por cuatro poderosos caballos. El patio daba acceso a las habitaciones
de la casa pero las esclavas le dirigieron hacia la parte derecha y pasaron por
un pequeño arco para acceder a una gran terraza que dominaba un extenso valle.
Desde allí podía observarse un ejército de caballos retozando, comiendo y
corriendo por la planicie.
Teo salió a su encuentro sonriente
saludándole con un efusivo abrazo y le acompañó a presentarle a su padre.
Parmenio de Pella era un hombre grande y macizo que lucía una abundante
cabellera gris de león que le hacía parecer aún más voluminoso. Tenía el
aspecto de los que están acostumbrados a mandar y no aceptan una negativa a sus
deseos. Hablaba con voz muy fuerte y se mostró con el joven tan afectuoso o más
que su hijo. Se sentía muy feliz de recibir en su casa a un campeón de los
juegos de Olimpia.
Desde el privilegiado observatorio en
que se encontraban le fue señalando con orgullo los ejemplares que criaba.
-Tengo los mejores caballos de Egipto
-le decía-, y probablemente los mejores de todo el mundo heleno. Llevo treinta
años mejorando la raza y ahí abajo tienes el resultado. Cuando volví de las
campañas de Asia, Ptolomeo Sóter me concedió estas tierras y una docena de
caballos y mira lo que tengo ahora. Observa aquella yegua blanca de largas
crines. O aquel zaino brillante. ¿Has visto algo más hermoso en tu vida? Mira
con qué elegancia se mueve. Es un campeón.
Bías aprobaba con gesto admirativo lo
que iba diciendo su anfitrión.
-Me los cuidan mis esclavos escitas.
Son, sin duda, los mejores jinetes del mundo. Idóneos para estos menesteres. Ten
siempre presente que de todas las propiedades del hombre, la mejor, la más
importante y beneficiosa, es el esclavo. Tan solo debes preocuparte de elegir
con sagacidad y buen juicio. No todos valen para todo. Estos escitas son los
mejores para los caballos porque aprenden a cabalgar antes que a andar. Sus
madres los paren a caballo. Viven sobre los caballos. Son nómadas que en sus
tierras se desplazan constantemente de un lugar a otro, montan sus tiendas
sobre grandes ruedas y las atan a la grupa de los caballos, y así pasan más
tiempo cabalgando que andando. Son capaces de manejar el arco y las flechas con
precisión sin dejar de cabalgar. Son unos salvajes pero hemos podido
domesticarlos..., hasta cierto punto, nunca puedes estar seguro del todo de que
no se les desmande su bronca naturaleza. Por eso sólo tengo los justos para las
necesidades de las caballerías, ni uno más. Procura siempre tener a tus
esclavos repartidos entre gentes de pueblos distintos, así conseguirás que no
hagan causa común y te evitarás problemas. Yo tengo escitas, nubios, tracios,
frigios, y de algún otro pueblo, y entre ellos ni se entienden. Es lo mejor.
Estos escitas que ves ahora tan aparentemente pacíficos son hijos de terribles
guerreros y esa herencia la llevan impregnada en cada poro de su piel. Sus
padres y sus hermanos en libertad se beben la sangre de sus víctimas cuando
todavía están vivos para apoderarse completamente de sus fuerzas. Utilizan los
cráneos de los enemigos e incluso los de su propia gente como vasijas para beber.
- Es natural -comentó Bías-, si están
todo el tiempo desplazándose no podrán dedicarse a la alfarería.
Parmenio rió con una carcajada
estruendosa.
- Sí, así es, sólo tienen tiempo de
cortar cabezas. ¿Sabías que antes de empezar una batalla se concentran para
intentar derrotar al enemigo con la
fuerza de la mente, enviándoles deseos de muerte? Sólo cuando comprueban
que los pensamientos no surten el efecto deseado es cuando se lanzan al ataque.
- ¿Y alguna vez han podido obviar la
batalla con ese método? -preguntó el joven.
Parmenio volvió a reír atronando el
espacio.
- Creo que no, amigo Bías, y además me
temo que no les gustaría hacerlo. ¡Les encanta luchar! Se sentirían frustrados
si ganasen alguna batalla sin cortar cabezas. Pero de lo que no hay duda es que
no hay quien les iguale con las caballerías.
- ¿Ni siquiera los sibaritas?
-preguntó el joven.
- Nooo -dijo haciendo un gesto de
negación con la mano-, esos eran jinetes de parada y alarde, pero nunca habrían
sido capaces de disparar el arco con la montura al galope..., no, no, ya sabes
lo que les pasó con los de Crotona.
Bías puso cara de no saber.
- La fama de los de Síbaris se debe a
que amaestraban a sus caballos para que obedecieran a la música. Así, las
tropas avanzaban, se replegaban, o se desplazaban a un lado u otro, según los
sones de las trompetas. Esto impresionaba y desconcertaba a sus enemigos en las
batallas. Pero cuando se enfrentaron a sus vecinos de Crotona se encontraron
con que estos se habían aprendido bien la lección. Conocían los acordes que
utilizaban los sibaritas y al empezar la batalla se pusieron a interpretar
órdenes contradictorias. Los caballos se desorientaron y se produjo tal
desbarajuste en la formación de los de Síbaris que fueron derrotados
fácilmente.
Sin dejar de reír echó su brazo sobre
el hombro de Bías y lo empujó hacia la zona de las mesas mientras el olor a
carne asada empezaba a esparcirse por el aire.
Fragmento de "Los libros de Alejandría", novela que transcurre durante el tiempo que permaneció activa la mítica Biblioteca de la Antigüedad.
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