viernes, 19 de julio de 2013

El Nuevo Mundo - 4

Españoles fueron los primeros europeos que vieron el Océano Pacífico, los primeros que surcaron las aguas del mayor de los golfos, los que descubrieron y dominaron a los dos imperios más poderosos del nuevo mundo, los primeros que navegaron por los dos ríos más caudalosos, los primeros que caminaron por los dos continentes americanos, los primeros que dieron la vuelta al mundo.
Un español, García López de Cárdenas, el primero que vio el Gran Cañón del Colorado. Otro español, Andrés de Urdaneta, descubrió el “tornaviaje”, la ruta que hacía posible ir desde Filipinas hasta México atravesando el inmenso océano. El llamado galeón de Manila utilizó esa ruta durante trescientos años.
Fueron españoles los que fundaron innumerables ciudades a lo largo y ancho de la geografía americana, Panamá (1519), La Habana (1519), San Juan de Puerto Rico (1521), Cartagena de Indias (1533), Lima (1535), Sucre (1538), San Agustín de la Florida (1565), Caracas (1567), Buenos Aires (1580, antes se fundó otra en 1546 que fue destruida), y tantas otras. Cada Adelantado, el jefe militar y político de las provincias, tenía la obligación legal de fundar al menos tres ciudades.
La industria de Hollywood, a la que tanto debe la nación norteamericana, se ha empeñado durante décadas en ofrecernos las hazañas de los colonizadores del “salvaje oeste” en su lucha contra los brutales indios. La mayor de esas gestas no se podría igualar a las miles que realizaron los españoles dos o tres siglos antes. El cine se ha olvidado de aquellos héroes, cientos de hombres y mujeres de toda condición social, y cuando lo ha hecho, ha sido para remarcar el lado más truculento, como la vida de Lope de Aguirre, por ejemplo.
Es muy simplista atribuir la conquista únicamente a la codicia por atesorar el oro. En la lista de cualidades y defectos del ser humano, la curiosidad es anterior a la avaricia. Aquellos extraordinarios exploradores marcharon al otro lado del mundo movidos por ese afán por conocer lo desconocido que acompaña al hombre desde que bajó de los árboles. Ese maravilloso anhelo por descubrir qué hay más allá, ese impulso que ha determinado el constante progreso de los seres humanos. Los que fueron en las primeras expediciones no sabían a qué se iban a enfrentar. Es de admirar el temple magnífico de aquellos aventureros iniciales. Para empezar tenían que afrontar una travesía de más de dos meses por el inmenso océano, en naves pequeñas e inestables, expuestos a los azares de los vientos y las olas. Muchos perecieron en naufragios antes de alcanzar el destino. Otros murieron al poco de llegar, por enfermedades, de hambre o sed, congelados en las cumbres o extenuados en los desiertos, atacados por caimanes o serpientes, flechados o descalabrados por los indígenas, o muertos por sus propios compañeros en las luchas fratricidas que se sucedieron después de las primeras conquistas. Muchos otros acabaron siendo el plato principal de los banquetes ceremoniales.
El canibalismo estaba extendido por toda América. Los indios comían carne humana, a veces por necesidad, pero en la mayoría de las ocasiones por superstición o por venganza. Creían que el valor y las condiciones guerreras del pariente o del enemigo muerto se transferían al que comía su carne, cuanto más poderoso era el enemigo, mayor provecho procuraba al que la engullía. Es posible que el origen de los sacrificios fuese la ofrenda a los dioses de una porción selecta de alimento. Un ofrecimiento voluntario de acción de gracias. Después se convirtieron en expiatorios. Las inmolaciones resultaban tanto más eficaces cuanto más crueles. Los sacrificios humanos se extendieron por todas las tribus y en especial en las sedentarias. El corazón del sacrificado se ofrecía a la divinidad y se devoraba por el verdugo con el convencimiento de que así entraba en comunión con los dioses. El número cada vez más grande de sacrificados contribuyó a la desaparición de muchas tribus.
Los conquistadores estaban dispuestos a arrostrar los mayores peligros, hambre, sufrimiento, tormentos, enfermedades, heridas, amputaciones, incluso la muerte, por cumplir su sueño. En esas condiciones, ¿cómo puede asombrar que tuvieran una cierta indiferencia por la vida ajena?
Es absurdo pretender juzgar con la mentalidad del siglo XXI, hechos acaecidos hace quinientos años. La escala de valores tiene pocas coincidencias. Basta decir que en 1517, Bartolomé de las Casas, el paradigma de la defensa de los débiles, la persona que con sus denuncias más influyó en las acusaciones para elaborar la Leyenda Negra, propuso a la Corona que para preservar a los indios de los duros trabajos de las minas había que sustituirlos por esclavos negros. Explicaba además, sin rubor, que diez esclavos negros podían sacar más oro que veinte indios.
En una época tan convulsa y en un entorno tan violento, no es de extrañar que gran número de conquistadores de la primera etapa encontraran la muerte de forma sangrienta.
A Pedro de Valdivia, conquistador de Chile, se lo comieron los indios estando todavía vivo, lo ataron a un poste, le cortaron los brazos y se los fueron comiendo ante sus ojos mientras él se desangraba. Después se comieron el corazón y conservaron el cráneo para beber en él.
A Juan de Garay, fundador de Santa Fe y Buenos Aires, lo mataron los indios mientras dormía.
Hernando de Soto, después de una marcha increíble de más de 6.000 kilómetros por lo que hoy son los Estados de Florida, Georgia, las dos Carolinas, Tennessee, Alabama y Misisipi, fue a morir enfermo a orillas del gran río en 1542.
Juan Ponce de León murió de la infección producida por una flecha envenenada que le clavaron los indígenas de Florida.
Pedro de Alvarado fue arrollado por un caballo en el transcurso de una batalla y murió de las heridas.
Núñez de Balboa, Diego de Almagro, y Gonzalo Pizarro, murieron decapitados. Y así tantos otros, fueron pocos los que consiguieron acabar sus días por causas naturales y en su cama.
Al mismo Fray Vicente de Valverde, acompañante de Pizarro en la captura de Atahualpa, entregado también durante una parte de su vida a la protección de los indios, lo torturaron y se lo comieron los de la isla de Puná. Neruda hizo un poema de exaltación al joven Atahualpa, “estambre azul, árbol insigne”, en que pone al clérigo como chupa de dómine, “corazón traidor, chacal podrido”. Ya se ve por dónde iban sus simpatías.
Con independencia del juicio que nos merezca el comportamiento de los conquistadores, causa admiración y asombro la gesta que protagonizaron. Aquellos pioneros ensancharon de modo definitivo el mundo conocido, lo globalizaron por primera vez en la historia. En unos pocos años, a pie o a caballo, recorrieron doce mil kilómetros de norte a sur del nuevo mundo, desde Arizona hasta Buenos Aires, venciendo todas las adversidades, superando todos los obstáculos, luchando siempre con determinación inquebrantable, avanzando paso a paso con el alma entre los dientes.
"Con el alma entre los dientes", novela que narra la aventura de un hombre que acompañó a Cortés y Pizarro en las conquistas de México y Perú.
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CON EL ALMA ENTRE LOS DIENTES: De Tenochtitlán a Cajamarca de [Molinos, Luis]

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