jueves, 14 de noviembre de 2013

Con el alma entre los dientes


Seguía soñando con Sabelilla, siempre que estaba en peligro se acordaba de ella, su imagen era la luz que iluminaba sus momentos sombríos. La imagen que conservaba en la memoria, claro, que a lo mejor se iba modificando conforme pasaba el tiempo. La memoria nos juega malas pasadas, los recuerdos se van difuminando y hay que hacer esfuerzos para recomponerlos. Él procuraba mantener viva la imagen que guardaba de la joven en el parque de Sevilla, pero a veces se tamizaba, se iba cubriendo de velos, y tenía que rehacer los trazos. A lo mejor la iba transformando con la facciones de las muchas mujeres que habían pasado por sus brazos, a lo mejor había ido modificando su perfil en todos estos años. Pero eso era lo de menos, lo fundamental era el recuerdo que conservaba en el corazón, ese permanecía intacto.

No quería apartarse de ella un palmo y se fue al otro lado del mundo. Pero pensaba volver, y el momento estaba a punto de llegar. De hecho, se había alistado con Pizarro porque creía que era la ocasión de recaudar el oro suficiente que le permitiera regresar a España rico. El poco que había tenido anteriormente se había ido como agua entre los dedos. No quería volver tan pobre como vino, quería regresar triunfante. Y esta expedición le brindaba la oportunidad. Había oído tantas historias fantásticas sobre estas tierras que pensaba que iba a ser llegar y recoger las riquezas. Pero la realidad era bien distinta, el camino se había ido endureciendo tanto, las amenazas se habían hecho tan patentes, que si estaban allí era solo por la determinación del capitán. Si no hubiera sido por su inquebrantable obstinación, los hombres habrían dado media vuelta y habrían regresado a los barcos. Él los había conducido hasta allí.

Y allí estaban, en el centro de un volcán en erupción, rodeado de lava indígena que se aprestaba a calcinarlos. Estaban, una vez más, en las manos de Dios.

Esa misma mañana, al acceder al hermoso valle ya se evidenció ante ellos la magnitud de las tropas incaicas. Las colinas que rodeaban la ciudad parecían nevadas por la cantidad de toldos blancos que habían extendido sobre ellas. El espectáculo era sobrecogedor y los hombres se sintieron amedrentados, no habían previsto un adversario tan numeroso, el despliegue que tenían ante ellos era apabullante. Pero ya no podían volver atrás, eso hubiera sido reconocer su temor y habría fortalecido el coraje de sus enemigos. El capitán ordenó continuar el paso en formación, intentando demostrar firmeza, sin interrumpir la marcha. Así fueron aproximándose lentamente a las murallas. El valle tenía una extensión de unas cinco leguas y tardaron un buen tiempo en recorrerlo. Cuando llegaron a las puertas de la ciudad aún no se había iniciado el ocaso, y pudieron corroborar, con gran preocupación, que todos los alrededores se hallaban cubiertos por tiendas blancas en una extensión de más de dos leguas. La multitud que allí se albergaba era inmensa, Hernando la había estimado en cincuenta mil almas y Hernando tenía buen ojo, solía acertar en sus cálculos. Más de la mitad serían guerreros.

Al caer las sombras todo ese espacio se había inflamado con cientos de hogueras. A medida que oscurecía iban apareciendo más y más, hasta alumbrar completamente todas las faldas de los montes vecinos. Era como si estuviesen cercados por un inmenso incendio que amenazaba abrasarlos.

Seguramente habían subestimado el poderío del Inca. Tal vez los cegó la soberbia, el capitán pensó que era suficiente con ser portador de la fe verdadera y representar al monarca más poderoso del mundo. Pero éste se hallaba muy lejos, al otro lado del mar océano. No podían esperar ninguna ayuda, se habían metido ellos solos en las entrañas de su enemigo, un enemigo mucho más poderoso de lo que habían imaginado. Y astuto. Les había permitido llegar hasta allí sin oponerles la menor resistencia. Podía haberles atacado en cualquiera de los estrechos pasos de montaña que habían tenido que atravesar, esos angostos pasos que serpenteaban entre cortados gigantescos, de una altura inverosímil, como jamás habían imaginado que pudieran existir en el mundo. Daba miedo mirar a los ríos que corrían furiosos allá abajo, en las profundidades de aquellos desfiladeros, tenían que cuidar cada paso que daban, debían descabalgar y llevar los caballos del ronzal para que no se despeñaran. Por dos veces habían cruzado unos barrancos sobre puentes extendidos sobre el abismo, fabricados con gruesas lianas y maderas. Si para los hombres era difícil caminar por ellos, para los caballos había sido un tormento. Era casi milagroso que ninguno se hubiera despeñado. Había que conducirlos con sumo cuidado, muy despacio, cuidando donde pisaban porque algunas maderas se quebraban con el peso. Hasta el centro se iba descendiendo, y a partir de allí había que ascender, y siempre meciéndose por el viento y el movimiento de los que iban cruzando.

Arriba, sobrevolando los gigantescos picos, a una altura inmensa, parecían ser vigilados por unos enormes pájaros que gritaban acompasadamente, los indígenas les llamaban cóndor.

Fragmento de "Con el alma entre los dientes", novela histórica disponible en Amazon.
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Con el alma entre los dientes (De Tenochtitlán a Cajamarca)

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