Seguía soñando con Sabelilla, siempre que estaba en
peligro se acordaba de ella, su imagen era la luz que iluminaba sus momentos
sombríos.
La imagen que conservaba en la memoria, claro, que a lo mejor se iba
modificando conforme pasaba el tiempo. La memoria nos juega malas pasadas, los
recuerdos se van difuminando y hay que hacer esfuerzos para recomponerlos. Él
procuraba mantener viva la imagen que guardaba de la joven en el parque de
Sevilla, pero a veces se tamizaba, se iba cubriendo de velos, y tenía que rehacer
los trazos. A lo mejor la iba transformando con la facciones de las muchas
mujeres que habían pasado por sus brazos, a lo mejor había ido modificando su perfil
en todos estos años. Pero eso era lo de menos, lo fundamental era el recuerdo
que conservaba en el corazón, ese permanecía intacto.
No
quería apartarse de ella un palmo y se fue al otro lado del mundo. Pero pensaba
volver, y el momento estaba a punto de llegar. De hecho, se había alistado con
Pizarro porque creía que era la ocasión de recaudar el oro suficiente que le
permitiera regresar a España rico. El poco que había tenido anteriormente se
había ido como agua entre los dedos. No quería volver tan pobre como vino,
quería regresar triunfante. Y esta expedición le brindaba la oportunidad. Había
oído tantas historias fantásticas sobre estas tierras que pensaba que iba a ser
llegar y recoger las riquezas. Pero la realidad era bien distinta, el camino se
había ido endureciendo tanto, las amenazas se habían hecho tan patentes, que si
estaban allí era solo por la determinación del capitán. Si no hubiera sido por
su inquebrantable obstinación, los hombres habrían dado media vuelta y habrían
regresado a los barcos. Él los había conducido hasta allí.
Y
allí estaban, en el centro de un volcán en erupción, rodeado de lava indígena que
se aprestaba a calcinarlos. Estaban, una vez más, en las manos de Dios.
Esa
misma mañana, al acceder al hermoso valle ya se evidenció ante ellos la
magnitud de las tropas incaicas. Las colinas que rodeaban la ciudad parecían
nevadas por la cantidad de toldos blancos que habían extendido sobre ellas. El
espectáculo era sobrecogedor y los hombres se sintieron amedrentados, no habían
previsto un adversario tan numeroso, el despliegue que tenían ante ellos era
apabullante. Pero ya no podían volver atrás, eso hubiera sido reconocer su
temor y habría fortalecido el coraje de sus enemigos. El capitán ordenó continuar
el paso en formación, intentando demostrar firmeza, sin interrumpir la marcha.
Así fueron aproximándose lentamente a las murallas. El valle tenía una
extensión de unas cinco leguas y tardaron un buen tiempo en recorrerlo. Cuando
llegaron a las puertas de la ciudad aún no se había iniciado el ocaso, y
pudieron corroborar, con gran preocupación, que todos los alrededores se
hallaban cubiertos por tiendas blancas en una extensión de más de dos leguas.
La multitud que allí se albergaba era inmensa, Hernando la había estimado en
cincuenta mil almas y Hernando tenía buen ojo, solía acertar en sus cálculos. Más
de la mitad serían guerreros.
Al
caer las sombras todo ese espacio se había inflamado con cientos de hogueras. A
medida que oscurecía iban apareciendo más y más, hasta alumbrar completamente
todas las faldas de los montes vecinos. Era como si estuviesen cercados por un
inmenso incendio que amenazaba abrasarlos.
Seguramente
habían subestimado el poderío del Inca. Tal vez los cegó la soberbia, el
capitán pensó que era suficiente con ser portador de la fe verdadera y
representar al monarca más poderoso del mundo. Pero éste se hallaba muy lejos,
al otro lado del mar océano. No podían esperar ninguna ayuda, se habían metido
ellos solos en las entrañas de su enemigo, un enemigo mucho más poderoso de lo
que habían imaginado. Y astuto. Les había permitido llegar hasta allí sin
oponerles la menor resistencia. Podía haberles atacado en cualquiera de los
estrechos pasos de montaña que habían tenido que atravesar, esos angostos pasos
que serpenteaban entre cortados gigantescos, de una altura inverosímil, como
jamás habían imaginado que pudieran existir en el mundo. Daba miedo mirar a los
ríos que corrían furiosos allá abajo, en las profundidades de aquellos
desfiladeros, tenían que cuidar cada paso que daban, debían descabalgar y
llevar los caballos del ronzal para que no se despeñaran. Por dos veces habían
cruzado unos barrancos sobre puentes extendidos sobre el abismo, fabricados con
gruesas lianas y maderas. Si para los hombres era difícil caminar por ellos,
para los caballos había sido un tormento. Era casi milagroso que ninguno se
hubiera despeñado. Había que conducirlos con sumo cuidado, muy despacio,
cuidando donde pisaban porque algunas maderas se quebraban con el peso. Hasta
el centro se iba descendiendo, y a partir de allí había que ascender, y siempre
meciéndose por el viento y el movimiento de los que iban cruzando.
Arriba,
sobrevolando los gigantescos picos, a una altura inmensa, parecían ser
vigilados por unos enormes pájaros que gritaban acompasadamente, los indígenas
les llamaban cóndor.
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