domingo, 30 de agosto de 2015

Insulta con educación.

Dicen los lingüistas que el ciudadano medio español no usa más de mil palabras en sus conversaciones cotidianas. Esta desproporción entre el vasto caudal del lenguaje y la parca utilización que hacemos de él resulta particularmente sangrante en el apartado de los insultos. Existiendo varios centenares de términos para zaherir al prójimo, quedan reducidos en el día a día a prácticamente solo tres principales. A saber: “hijo de puta”, “cabrón”, y “gilipollas”.   
El primero de ellos es el más antiguo, su uso se remonta a la Alta Edad Media y tiene múltiples variantes. Según Pancracio Celdrán, ya en el fuero de Madrid de 1202 se castigaba con severidad a todo el que agraviase a su vecino con ese “verbo vedado”. Durante mucho tiempo fue la más injuriosa de las ofensas. No obstante, en la actualidad, según cómo se exprese y la entonación que se le dé, puede ser hasta una manifestación de lisonja o admiración. Cuando se usa como insulto es conveniente que el rostro exteriorice la profunda ira que nos invade. Su contundencia se puede reforzar añadiendo “la gran” después de “de”, y vocalizando con fuerza cada palabra. Es lamentable que el insulto más utilizado involucre a la progenitora del destinatario que con seguridad no tendrá culpa alguna en el comportamiento de su retoño, y además lo haga agraviándola groseramente. Por eso es conveniente estudiar alternativas a las expresiones más comúnmente utilizadas.
Acudamos a los maestros, Quevedo por ejemplo, decía, para insultar a Góngora:

Yo te untaré mis obras con tocino,
porque no me las muerdas, Gongorilla,
perro de los ingenios de Castilla,
docto en pullas, cual mozo de camino;
apenas hombre, sacerdote indino,
que aprendiste sin cristus la cartilla;
chocarrero de Córdoba y Sevilla,
y en la Corte bufón a lo divino. 
¿Por qué censuras tú la lengua griega
siendo solo rabí de la judía,
cosa que tu nariz aun no lo niega?
No escribas versos más, por vida mía;
aunque aquesto de escribas se te pega,
por tener de sayón la rebeldía.

O aquella otra dedicada a la nariz del destinatario de sus mofas:

Érase un hombre a una nariz pegado,
érase una nariz superlativa,
érase una nariz sayón y escriba,
érase un peje espada muy barbado.
Era un reloj de sol mal encarado,
érase una alquitara pensativa,
érase un elefante boca arriba,
era Ovidio Nasón más narizado.
Érase un espolón de una galera,
érase una pirámide de Egipto,
las doce Tribus de narices era.
Érase un naricísimo infinito,
muchísimo nariz, nariz tan fiera
que en la cara de Anás fuera delito

Góngora no se quedaba atrás a la hora de insultar a Quevedo con punzantes versos, y Cervantes, y Lope, y muchos otros se apuntaban a la fiesta.
Desgraciadamente, la mayoría de nosotros no estamos facultados para ultrajar al vecino a golpe de ripios, y mucho menos en un momento de ofuscación en que el cerebro parece obstruirse más aún de lo habitual y solo es capaz de recordar las expresiones más utilizadas. Por eso es conveniente tener una provisión de vocablos disponibles para, llegado el momento, poder hacer uso de ella de modo casi automático. Para conseguir este objetivo será necesario entrenarse y memorizar renovados denuestos. Cada mañana nos situaremos frente al espejo y mirándonos a los ojos repetiremos alguno de los improperios que relaciono más abajo. De ese modo, cuando el árbitro no vea el claro penalti cometido a nuestro equipo, no acudiremos ineludiblemente a mencionar a su santa madre porque nuestra mente nos facilitará otras posibilidades menos injuriosas para quien no tiene ninguna culpa de la miopía de su vástago.   
Pasan de 200 los vocablos que nuestro idioma nos ofrece para insultar, y si añadimos las variantes americanas, los diminutivos y aumentativos, y las aportaciones espontáneas de cada cual, el abanico se multiplica una enormidad.
Para no enumerar un listado tan extenso, acudiré a los que he creído más interesantes.
Primero los que recoge el DRAE:
Abanto: Aturdido y torpe.
Arrastracueros: Vividor, advenedizo, persona inculta y jactanciosa.
Badulaque: Persona necia, inconsistente.
Berzotas: Persona ignorante o necia.
Boludo: En Argentina y Rep. Donimicana, necio o estúpido.
Boquimuelle: Dicho de una bestia, blanda de boca. Pues eso.
Cenutrio: Hombre lerdo, zoquete, estúpido.
Cenaoscuras: Huraño, tacaño.
Chafandín: Persona vanidosa y de poco seso.
Chamagoso: Mugriento, astroso.
Chambón: De escasa habilidad en cualquier arte o facultad.
Chancho: Cerdo, puerco.
Chiquilicuatre: Persona algo arrogante, de escasa sensatez.
Churriento: Que tiene churre, pringue gruesa y sucia.
Comemierda: Persona despreciable. Suena menos escatológico con acento cubano, “comemiedda”. Fidel se lo dijo a un locutor que le tomó el pelo desde Miami: “Comemiedda, mariconsón”.
Durañón: Tacaño.
Escolimoso: Descontentadizo, áspero, poco sufrido.
Estulto: Necio, tonto.
Fulastre: Chapucero, persona en la que no se puede confiar.
Gaznápiro: Palurdo, simplón, torpe.
Gurrumino: Ruin, mezquino, cobarde.
Huevón: Perezoso, imbécil.
Indino: Que no es digno.
Lameculos: Persona aduladora y servil.
Pañuso: Torpe, falto de habilidad.
Piltrafa: Persona de ínfima consistencia física o moral.
Pitoflero: Persona chismosa, entremetida o chocarrera.
Pelagatos: Persona insignificante o mediocre.
Pelotudo: En Argentina y Chile, persona de pocas luces.
Robaperas: Persona de poca valía que comete faltas de escasa importancia.
Rompegalas: Persona desaliñada y mal vestida.
Sandio: Necio o simple.
Tagarote: Glotón, aprovechado.
Tilingo: En Arg., Par. y Uru., persona insustancial que dice tonterías y se comporta con afectación.
Zamacuco: Persona tonta, torpe y abrutada.
Zullenco: Que ventosea con frecuencia e involuntariamente.
Zambombo: Hombre tosco, grosero y rudo de ingenio.

Hay muchos otros que todavía ignora la Academia:
Bocachanclas: Persona que suele contar cosas que no debe en el momento más inoportuno. (Conozco alguno).
Cabezabuque: Persona con la cabeza muy grande.
Cagalindes: Persona medrosa, poco amiga de correr riesgos.
Incrúspido: Desmañado, torpe, obtuso.
Abrazafarolas, bocabuzón, calzamonas, caracartón, carapapa, chirimbaina, mangurrián, papafrita, peinabombillas, rebañasandías…, y tantos otros.
En fin, hay ilimitadas variantes que nos deben permitir no tener que acudir siempre a los mismos improperios repetidos hasta la saciedad.

Además, ampliando nuestro vocabulario y gozando de un poco de suerte, conseguiremos que nuestro prójimo no sepa que está siendo vilipendiado, cosa muy conveniente cuando el insultado es más grande que el insultador.

miércoles, 5 de agosto de 2015

15 de julio de 2055

Hoy, 15 de julio, es mi cumpleaños. Pertenezco desde hace tres décadas a la Agencia Internacional para la Interrupción de la Existencia. No sé quién nos puso el nombre pero creo que no estuvo acertado, a mí nunca me gustó. Son cosas de los políticos, en una clara muestra de su hipocresía siempre buscan eufemismos para no llamar a las cosas por su nombre. Nos podían haber llamado policía encargada de la sostenibilidad de la sociedad, por ejemplo. Eso suena más serio. Y sería más fácil comprender cuál es nuestra importante función.
Nuestro trabajo es fundamental para el desarrollo eficiente de la humanidad, nadie lo pone en duda. Gracias a la labor que hemos venido desarrollando en los últimos tiempos la sociedad ha podido, primero, volver a los niveles de progreso que se alcanzaron a finales del siglo XX, y después, superarlos ampliamente.
Hubo un momento a principios del siglo XXI en que parecía que todo se iba al traste. La gran crisis sorprendió a los países más ricos con el paso cambiado. Los más prestigiosos economistas aventuraban una solución tras otra pero ninguna era la buena. El estatus alcanzado por la sociedad empezó a degradarse muy deprisa. Cundió el pánico. La gente contemplaba aterrada cómo se iba desmoronando todo lo que parecía firmemente establecido. Lo que llamaban el estado del bienestar se hundió en unos pocos meses. La riqueza de las naciones no alcanzaba ni para educación, ni para sanidad, ni para mantener las pensiones de los mayores. En 2015 la población mundial alcanzó los 7.500 millones de personas. En 2030 pasó de 8.500 millones. Las previsiones apuntaban que en 2050 se llegaría a los 10.000 millones. No había suficiente dinero para tanta gente. No había casi espacio. Los adelantos técnicos, en vez de contribuir al bienestar servían para eliminar puestos de trabajo. Las colas del paro cada vez eran más largas. Se extendió la pobreza y resurgió el hambre en países que vivían seguros de haber dejado atrás ese estado de cosas. Hubo revueltas, luchas callejeras, se multiplicaron los robos y asesinatos. Los países intentaban proteger cada uno su parcela y reverdecieron odios que se creían ya superados. Los nacionalismos excluyentes rebrotaron con fuerza. Los Estados levantaron muros en sus fronteras para detener la inmigración pero todos los esfuerzos resultaron inútiles. Las masas ingentes que se movían de un lugar a otro intentando encontrar un mundo mejor arrasaban con cualquier obstáculo que se interpusiera en su camino. El viaje, además, no les llevaba a ninguna parte porque no había lugar donde ubicarse, en todas partes se habían derrumbado las estructuras que pudiesen mantener un mínimo de bienestar general. Nadie lo reconocía abiertamente, pero se había instalado una especie de amarga resignación ante un futuro de desolación. Se tenía la certeza de que nos precipitábamos hacia una guerra de proporciones aterradoras. De hecho, los más radicales pregonaban que era necesario emprenderla cuanto antes, pero las máximas autoridades no se atrevían. Les retenía el convencimiento de que una vez iniciada no habría nadie capaz de detenerla a tiempo y era previsible que acabaría por eliminar a toda la humanidad.
La solución llegó de Oriente. Allí saben cómo manejar estos temas, si hay gangrena se amputa, de nada sirven los paños calientes. Los japoneses fueron los pioneros en implementar las medidas y obtuvieron unos resultados tan espectaculares que enseguida les copiaron todos los demás países. En pocos meses la situación dio un giro de 180 grados.
Yo me alisté en la primera promoción de mi país. Tenía 20 años, era fuerte y estaba lleno de energía. Superé todas las pruebas a pesar de que eran ciertamente exigentes. Nos prepararon a conciencia, no podíamos fracasar. Aún recuerdo, como si fuera hoy, la emoción que sentí el primer día de trabajo. ¡Con qué entusiasmo emprendimos nuestra decisiva misión!
Empezamos por los terminales. Esos que se mantenían durante días y días entubados, enganchados a una máquina, por la absurda idea de que había que intentar todo lo humanamente posible para salvarlos. Un auténtico desatino, eran desechos sin esperanza que suponían un despilfarro de millones para las arcas públicas. Algunos médicos trataron de resistir, algunos familiares también. Lo intentaron por la fuerza y por el soborno. No consiguieron nada, éramos los más fuertes y éramos insobornables. Nos habían elegido bien. Superamos muchas pruebas antes de conseguir formar parte de aquellos equipos de élite. Sabíamos lo que teníamos que hacer y lo hacíamos. Llegábamos a los hospitales, a las clínicas, incluso a las casas particulares de los más pudientes, desconectábamos los aparatos, los inutilizábamos, si era preciso los destrozábamos, y se acabó. El efecto fue radical, instantáneo, prueba de que aquel derroche era artificial y no servía para nada, como mucho para tranquilizar alguna conciencia. El mundo desmoronándose y ellos preocupados con sus ridículos problemillas de conciencia.
Cuando vieron que éramos implacables, muchos intentaron esconderse para continuar con sus prácticas subrepticiamente. Empresa inútil, nos habían entrenado bien. Conocíamos sus argucias y siempre acabábamos localizándolos. En unos meses no quedó ninguno y los resultados se hicieron patentes de modo fulminante.
Las cifras fueron altamente positivas, incluso espectaculares. Pero a pesar de ello se demostraron insuficientes. Inmediatamente se decidió ampliar el espectro.
El C.S.E., Comité de Sostenibilidad Existencial, asesorado por un grupo de expertos, calculó que el tope tenía que establecerse en 85. La población que superaba esa barrera se había disparado exponencialmente en los últimos años. Cuando nos dijeron la cifra casi no la podíamos creer, era desmesurada. Los economistas calcularon que corrigiendo ese extremo, los números cuadrarían.
Esta segunda fase de la operación presentó mayores dificultades. Al iniciarla nos encontramos ante un contingente de enormes proporciones, la longevidad se había convertido en una terrible plaga. Fue necesario triplicar la plantilla para enfrentar el asunto con garantías. Hasta que no conocimos el problema en profundidad no pudimos darnos cuenta de la complejidad del mismo. Era impensable que la sociedad pudiera sobrevivir con aquella tremenda rémora. Absolutamente imposible. El saneamiento fue fácil en las residencias geriátricas, es evidente, pero enseguida pudimos comprobar que el porcentaje que vivía en aquellos centros era una ínfima proporción del total. La crisis los había vaciado, no había dinero para mantenerlos allí y las familias habían vuelto a hacerse cargo de los internos. En la mayoría de los casos para beneficiarse de la pensión de los antiguos residentes. Muchas familias vivían del dinero que percibían los ancianos. Una muestra más de hasta dónde había degenerado el sistema. Ante esta situación, hubo que hacer el trabajo casa por casa. Aquí la oposición que encontramos fue mucho mayor. Principalmente porque al efectuar el servicio, la familia se quedaba sin la remuneración del ente interceptado. Incluso nos encontramos más de un caso en el que el sujeto ya no existía. Se había ocultado su desaparición para continuar percibiendo el subsidio. Gente sin conciencia cívica. Anteponían su particular egoísmo al interés de la comunidad.    
Hicimos una labor excelente, nos llevó tiempo y mucho esfuerzo, pero los resultados compensaron tanto sacrificio.
Cuando íbamos por las casas, algunos se escondían, otros intentaban falsificar sus documentos, en los casos más extremos intentaron rechazarnos con gran violencia. Todo inútil, teníamos los medios técnicos y humanos para detectar las trampas o para enfrentarnos a los que pretendían oponerse a la ley. En apenas un año no quedó nadie por encima del límite fijado.
A pesar de la oposición que encontramos, llevamos a cabo el proceso de sostenibilidad con gran profesionalidad y exquisito cuidado. Los sujetos, una vez descubiertos y afianzados, eran conducidos a las C.T., Casas de Tránsito, donde, en un entorno muy confortable, se les permitía prepararse para el viaje durante unas horas en rigurosa intimidad. Después eran sedados dulcemente y ya no despertaban. ¿Cuántos a lo largo de la historia no habrían suspirado por un final tan agradable?
Una vez dejamos expedita la franja señalada por los expertos, se confeccionó un preciso censo para localizar con absoluta exactitud y precisión a los que iban accediendo a la frontera. Todo quedó reducido a un simple ejercicio de mantenimiento.
Los resultados fueron espectaculares, la sociedad dio un salto adelante en la consecución del estado del bienestar como jamás se había logrado antes en toda la historia de la humanidad. Tan extraordinarios fueron los efectos del plan establecido que el Comité de Sostenibilidad Existencial decidió que había que continuar avanzando en la misma dirección. La mejoría de las condiciones de vida animó a la gente a tener más hijos y el aumento de la pirámide demográfica por la base obligaba a reducirla por la cumbre. Era necesario hacer otro esfuerzo para que no se malograran los éxitos alcanzados. Se planificó una exigente agenda de trabajos, se organizaron numerosos encuentros, se analizaron múltiples alternativas, se estudiaron a conciencia las diferentes posibilidades y se compararon infinitas proyecciones. No se escatimó en medios, se contó con la participación de los más eminentes economistas, matemáticos y físicos, incluso se invitó a varios premios Nobel a participar en los debates. Ayudó mucho el hecho de que la mayoría de los líderes mundiales tenía menos de 30 años. La conclusión de los expertos fue que había establecer el límite en los 75.
Después se rebajó a 62, y en la última revisión se fijó en 50.
Gracias a estas medidas la humanidad está viviendo una época esplendorosa. Nunca antes se habían alcanzado niveles de bienestar similares a los que disfruta en la actualidad. Me siento muy orgulloso de haber contribuido con mi trabajo a este estado de cosas.

Y ahora me voy a preparar para mi viaje. Debo confesar que en un momento de debilidad se me pasó por la cabeza la idea de intentar escapar, pero pronto la rechacé, sé que es inútil. Mis compañeros son implacables y me encontrarían rápidamente. Los aguardo con serenidad, saben que es mi cumpleaños y no tardarán en venir a buscarme para acompañarme al Centro de Tránsito.