martes, 21 de marzo de 2017

Es lo menos lo que vemos.

En mi pueblo antiguamente nos aburríamos mucho. Los niños no hacían más que jugar y los mayores charlar o leer. Puro aburrimiento. No era extraño en aquellos días remotos ver a la gente en los parques con un libro en las manos. Nadie se asombraba si veía a una madre sentada en un banco leyendo una novela y junto a ella a su pequeña hija entreteniéndose con un cuento.
Después empezó a emitir la televisión y la gente se animó mucho. Las cosas cobraron una nueva dimensión. Como es lógico todo el mundo prefirió ver los parques a través de la pantalla. ¿Para qué desplazarte si hay alguien que amablemente te dice lo que tienes que ver?
Los comerciantes comprendieron muy pronto que puesto que la gente pasaba mucho tiempo mirando allí, ese era el mejor sitio para anunciar sus productos. El que tenía algo que vender entendió que aquella señal llegaba a todos los hogares y que resultaba rentable hacer publicidad aunque tuvieran que pagar fuertes cantidades por la difusión. El razonamiento era correcto pero pronto se enfrentaron a un problema, no podían anunciarse en todos los programas y a todas horas porque no había sitio para todos al mismo tiempo. Estaban obligados a seleccionar y ¿cómo podían determinar en qué momentos era más rentable emitir el anuncio?, ¿cómo podían saber si el mensaje era recibido por unos pocos o por muchos? Cuando alguien tiene que ir a un lugar a hacer algo, se le puede controlar con facilidad pero, ¿cómo se podía saber lo que ocurría dentro de cada hogar?
Para encontrar la solución, la empresa Found Stultus reunió a una comisión de ingenieros, filósofos, psicólogos y decoradores de interiores, y los encerró en un hotel aislado en la montaña para que encontraran el modo de saber en qué momentos había más gente con la vista fija en la pantalla.
El primer hallazgo lo aportó el equipo de ingenieros al mando del Doctor Jhon S. Pabilad.
Diseñó un aparato que podía controlar a qué horas y durante cuánto tiempo permanecían los televisores encendidos, y de ahí se podía deducir qué programas eran los que tenían más aceptación. El equipo de psicólogos determinó categóricamente que era poco probable que alguien encendiera el televisor para irse al parque. El equipo de decoradores de interior cambió la decoración del hotel a un diseño minimalista. El equipo de filósofos aún no se ha pronunciado.
En seguida se encontraron con otro problema, ¿dónde colocar los aparatos? Era evidente que no podían poner un controlador de señal en todos y cada uno de los hogares porque el pueblo había crecido mucho y tenía demasiadas casas. Era absolutamente necesario hacer una pequeña selección que fuera representativa de la mayoría.
El concejal de medio ambiente tenía a su hijo estudiando en Estados Unidos “Universal mass communication”, que según explicó eran unos estudios que proporcionaban los conocimientos exactos que se necesitaban para resolver el entuerto. Según el edil, su chico llevaba cinco años en la universidad de Miami, estaba a punto de terminar la tesina final de carrera y tenía un expediente académico extraordinario, por lo que era la persona ideal para encargarse de hacer la selección de hogares.
En realidad lo único cierto era que el niño llevaba cinco años en Miami, pero no había aprobado ni una asignatura y en la facultad no le habían visto el pelo desde que fue a matricularse, un lustro antes. En su haber hay que anotar que bailaba la salsa como un auténtico caribeño.
Después de cinco años falsificando las notas no le costó ningún trabajo hacer lo mismo con el título y apareció por el pueblo con un diploma de lo más aparente. La corporación quedó deslumbrada con los adornos dorados del documento y con aquella caligrafía inglesa tan elegante. Inmediatamente le encargaron el trabajo.
El zagal se puso manos a la obra con inusitado entusiasmo. Reunió a sus coleguillas de infancia, cuatro, y les puso al corriente de la labor que tenían por delante. Con un cuestionario concienzudamente preparado por el equipo de psicólogos, se lanzaron con el apasionado ímpetu de la juventud a investigar por los hogares del pueblo.
Sabido es desde antiguo que la cabra tira al monte y que el hombre se siente más cómodo relacionándose con congéneres afines, así que empezaron la encuesta por sus amigos de cuelgue.
Cuando se enteraron de que se habían aprobado unas ayudas económicas a las familias para agradecerles su colaboración y para compensarlas por las molestias de tener los aparatitos en sus casas, decidieron que no era necesario profundizar en la investigación. Era del todo evidente que los colegas de los colegas representaban fidedignamente al conjunto de la población. Cada uno de ellos resultó que encajaba a la perfección con cada sector de población señalado por los psicólogos. Se completaron los cuestionarios con la misma pulcritud con que se había elaborado el título y todo el mundo quedó gratamente satisfecho.
En unos pocos días quedaron instalados los medidores de audiencia.
Inmediatamente se empezaron a recibir los datos de los programas más vistos por los poseedores de los aparatos y a inferirlos al total de la población. Los programadores iban adaptando los espacios a la demanda de los espectadores, y estos iban seleccionando los nuevos programas con arreglo a sus delicados gustos. Lógicamente, cuanto más visualizado consideraban un programa más pagaban los anunciantes por aparecer en ellos y más interés tenía la televisión en que perdurase. Así, todo el pueblo se aficionó a los espacios favoritos de los amigos del hijo del concejal, todos disfrutan mucho con la programación y ningún habitante se aburre.
Desde entonces no se ha vuelto a ver a nadie con un libro en el parque.


Hace cuatrocientos años Baltasar Gracián ya dijo: “Vívese lo más de la información, es lo menos lo que vemos. Vivimos de la fe ajena, es el oído puerta segunda de la verdad y la principal de la mentira”.   

"Es lo menos lo que vemos" es uno de los relatos que se incluyen en el libro, "El crimen de Lainma y otros horrores". Disponible en Amazon.


El crimen de Lainma y otros horrores de [Molinos, Luis]