viernes, 22 de julio de 2016

Villafranca - O Cebreiro.

Así, entre chasqueo y ronquido, pasa la madrugada, hasta que suena la alarma a las cinco y media. Volvemos a ser los primeros en abandonar el catre, aunque no los primeros en salir al exterior. Alguno nos adelanta en los preparativos.
Nos ponemos en movimiento cuando todavía es de noche, una espléndida noche de temperatura excelente y con miles de estrellas sobre nuestras cabezas. Afortunadamente hoy no nos han engañado con la hora de apertura y podemos fortalecernos con un sólido desayuno.
Bajamos unas escaleras y salimos a la calle del Agua. Hermosa vía jalonada a ambos lados de casonas que hablan de un pasado señorial y próspero. Casi al llegar al final seguimos las flechas amarillas y nos encontramos en el puente sobre el río Burbia. Aquí nos detenemos un momento para disfrutar de la bellísima vista de Villafranca a la incipiente luz del amanecer.
Nada más reemprender el camino tenemos que decidir entre dos alternativas, una flecha señala una empinadísima cuesta, otra lo que parece un suave descenso bordeando el río. Nos inclinamos por la segunda opción y recorremos unos kilómetros disfrutando del sonido del agua contra las piedras y de la visión de la corriente, a ratos mansa,  torrentera a ratos.
Llegados a un punto, las flechas nos desvían en dirección al arcén de una carretera nueva. Las obras de la autopista parece que han provocado un desvío obligatorio en el Camino. Así recorremos varios kilómetros por el arcén de esa carretera secundaria, aunque protegidos de los coches que circulan a nuestro lado por un murete de hormigón. Esta carretera se cruza varias veces con la autopista que se ha construido a una cota mucho más alta y así nosotros la vemos transcurrir una y otra vez pero a decenas de metros por encima de nuestras cabezas.
Nuestro lento caminar junto a los coches que nos pasan veloces y nuestro pequeño tamaño junto a las enormes estructuras de hormigón, nos terminan de sacar del mundo habitual. Estamos en otro mundo, en otra dimensión, estamos en el Camino. Las medidas y las referencias son otras. El tiempo es otro, el tempo es otro. Los objetivos son otros. Llegar, llegar, hay que llegar, después sabremos adónde.
Por fin salimos de la carretera y caminamos por una pista que se dirige hacia un pequeño bosque. Al poco de penetrar en él sentimos una presencia que nos intranquiliza. Aunque ya hace mucho tiempo que amaneció, el día está nublado, y al entrar en el bosque la frondosidad exuberante ha hecho que la luz se atenúe hasta parecer que apenas está amaneciendo.
A la izquierda del camino, en un pequeño prado, hay un grupo de vacas dormitando, pero lo que concentra nuestra atención es una figura que está sobre la senda que tenemos que recorrer. A unas decenas de metros ante nosotros, y agrandándose a cada paso que damos, sentado sobre sus cuartos traseros, un animal inmóvil. No es negro, pero sí muy oscuro, de un color desagradable, opaco, sin brillo, un color como de muerte. Fernando y yo nos miramos, lo señalamos con la vista y nos trasmitimos un sentimiento de inquietud. No hablamos por no enturbiar el silencio reinante. Renuncio a golpear el suelo con mi cayado, lo sostengo sobre el brazo a modo de lanza. Desearíamos que fuera un perro, pero parece demasiado grande para serlo. Sobre su enorme cabeza unas orejas enhiestas denotan que la quietud del animal no es producto del descanso sino de la tensión de la guardia. A pesar de la umbría, podemos ver un brillo siniestro en unos ojos que no se dirigen directamente a nosotros pero que sentimos que sólo están pendientes de nuestro caminar.

Nos gustaría dar media vuelta y alejarnos a toda prisa de allí pero nuestra meta está al frente, más allá del animal. Nuestros pies nos impulsan hacia adelante casi contra nuestra voluntad. Imperceptiblemente hemos ido disminuyendo la velocidad de nuestra zancada, pero no podemos evitar que nos vayamos acercando paso a paso al animal. Estamos en tierra de leyendas y me vienen a la cabeza las del lobishome, los licántropos, los hombres con la maldición del lobo. Al igual que él no nos mira directamente, tampoco nosotros nos atrevemos a fijarle nuestra mirada. Mantenemos la vista en el camino, vigilando la inmovilidad de la bestia con el perfil de los ojos.

Fragmento de Ochos días en el Camino, relato sobre el maravilloso Camino de Santiago.
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OCHO DÍAS EN EL CAMINO de [Molinos, Luis]