sábado, 7 de mayo de 2016

Me quedé en Tánger

Hasta entonces, en mis visitas no había pasado del jardín o la planta baja, y no conocía el resto de la villa. La condesa me condujo por un ancho pasillo recubierto de alfombras y adornado con lujosas alahílcas, cuadros, jarrones y esculturas, y me introdujo en la alcoba que se encontraba en el extremo opuesto.
- ¡Quítate la ropa! -ordenó-, tienes que secarte inmediatamente.
La habitación tenía un amplio ventanal que daba al jardín por donde se podía ver, a través de los visillos, que seguía jarreando como si alguien hubiera pisado los huesos de Anteo. Una enorme cama con dosel señoreaba en el centro de la alcoba dominando y apabullando con sus dimensiones a todos los otros muebles, veladores, cómodas, dos armarios con espejo, y varias sillas y sillones. Entre la mojadura y la carrera por el pasillo me había quedado un poco confuso, sin saber muy bien qué hacer.
Me espabiló la condesa con un grito que habría despertado a un cadáver:
- ¿¡Pero qué esperas!?
No aguardó mi reacción. Se abalanzó sobre mí y comenzó a desnudarme, o mejor, a arrancarme la ropa.
En un decir amén me quitó la chaqueta, la camisa y los pantalones; cuando me vi en ropa interior me entró un ataque de pudor e intenté resistirme pero no me fue posible. Con una energía inusitada me despojó de los calzones de felpa y me quedé como un querubín de los que pintaba Murillo.
Sin inmutarse por mi desnudez, cogió una toalla y comenzó a frotarme todo el cuerpo con la fuerza de un alabardero sacándole brillo a su lanza. Yo tenía diecisiete años y aquel vigoroso masaje me produjo una súbita y majestuosa erección. Al verme en aquella tesitura la condesa lanzó un grito desmedido, tiró la toalla, me lanzó a la cama de un empujón y dejó caer su bata mostrándose ante mis sorprendidos ojos tal y como la había visto unos años antes desde mi escondite, agazapado tras el macizo de adelfas del jardín.
Solo que ahora la tenía a un metro de distancia y además de aturdirme con la visión de su mata rubia, me embriagaba con el perfume a jazmín que desprendía todo su cuerpo. 
Durante unos instantes posó para mí, exhibiendo su figura rotunda y espléndida, orgullosa de mostrar su cuerpo de mujer madura. Satisfecha, arrogante y vanidosa.
Después se me abalanzó como lo haría una leona con su presa y me envolvió en su sensualidad.
Yo estaba convencido de que en Gibraltar había experimentado el placer sexual, pero comparar la sensación que me produjo la puta de la Roca con lo que sentí en el tálamo de la condesa, sería como comparar el goteo de un grifo mal cerrado con el diluvio de Noé.
La condesa reía, chillaba, suspiraba, gritaba, me arañaba, y se enroscaba como una serpiente devoradora alrededor de mi lozano cuerpo. Me exigía una y otra vez con un apetito desbocado que se me antojaba insaciable. Rechinaban los muelles de la cama, crujían las patas, se estremecía el somier y retumbaban las paredes con los golpes del cabecero. La habitación se transformó en el vórtice de un ciclón que me arrastraba sin remedio hacia sus profundidades. Pensé que el suelo se hundiría y que la cristalera del balcón estallaría hecha añicos.

Fragmento de "Me quedé en Tánger", novela que transcurre en la mítica ciudad cuando sus habitantes se gobernaban con un Estatuto Internacional.

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