domingo, 10 de enero de 2016

La fuente.

El limpio y recio repique de las campanas de la Catedral abrió una brecha en el sofocante mediodía sevillano en el momento justo en que ponía el pie en la escalinata de acceso al amplio portalón del Palacio Episcopal. Un fraile rechoncho, de ojos vivarachos y rosados mofletes, le estaba esperando en la entrada. El religioso desplegó una hospitalaria sonrisa y con gesto impaciente le abordó antes de que llegara al zaguán:
-¿Don Íñigo Núñez?  
El recién llegado, un hombre alto y corpulento, de anchas espaldas y porte regio, asintió con un movimiento de cabeza y salvó los cuatro escalones de piedra en dos zancadas.
A pesar del calor vestía una capa corta encima de una almilla de inmaculado blanco, y calaba sobre la abundante cabellera una boina bermeja adornada con una pluma azul de guacamayo. Los pantalones negros bombachos los sujetaba bajo las rodillas con una cinta del mismo color dejando a la vista las nervudas pantorrillas enfundadas en medias también negras. La cerrada barba endrina le confería a primera vista un aspecto adusto que se veía enseguida suavizado por una mirada franca y afable.
-Tenga vuesa merced la bondad de acompañarme, Su Eminencia le está esperando.
Se introdujo el monje en la umbría del palacio y precedió al visitante por una amplia sala que daba acceso a un patio interior. Con cortos y rápidos pasos le condujo por un ancho pasillo abovedado aledaño al claustro. En el centro del atrio, el chorro de una fuente propagaba un refrescante sonido al rebotar contra la piedra del basamento. El trino de unos pájaros invisibles acompañaba el rumor del agua. Al llegar al final del pasillo el fraile giró a la derecha, atravesó otra gran sala desierta y se detuvo ante una alta puerta de roble adornada con anclajes de bronce. Golpeó dos veces con los nudillos, empujó suavemente la hoja y doblando el cuerpo hacia delante, introdujo la cabeza por el hueco.
-Eminencia, Don Íñigo Núñez está aquí.
-Hágale pasar -se oyó una voz un tanto aflautada en el interior.
El clérigo se apartó a un lado para dejar entrar al visitante, cerró la puerta por fuera y se marchó.
El interior de la habitación estaba en semipenumbra. Mientras acostumbraba sus ojos a la escasa luz reinante vislumbró a un hombre de corta estatura que salía de detrás de un gran escritorio y se acercaba hacia él con los brazos abiertos:
-Don Íñigo Núñez, ¡que ganas tenía de conoceos! O mejor dicho, de veros de nuevo, porque ya os conocí hace muchos años.
Cuando llegó junto a él le extendió la diestra y el visitante la tomó e hizo una reverencia hasta casi rozarla con sus labios.
-Buenos días, Eminencia.
-Dejad que os vea, desde luego no podéis negar que sois hijo de Don Diego, tenéis el mismo fausto en la figura e idéntica prestancia, aunque bien es verdad que vos le sobrepasáis largamente en estatura. Ya me advirtió vuestro progenitor que os habíais convertido en un gallardo mozo. Y a fe que no era pasión de padre. Venid a sentaros a este rincón de la estancia, que es el más fresco.

Le precedió hasta una esquina en la que había una mesita redonda con tablero de taracea flanqueada por dos sillones de cuero repujado, le señaló uno y tomó asiento en el otro. 

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