lunes, 21 de diciembre de 2015

Nací en Tánger.

Nací en Tánger, mi madre nació en Tánger, y mi abuela nació en Tánger. Cuando Tánger se reintegró en el Reino de Marruecos yo tenía ocho años. Cuando veía las manifestaciones y los soldados patrullando por las calles no era consciente de que se acababa una época, yo era demasiado pequeño para que se acabara nada. Todavía durante unos años seguí creyendo que Tánger era Internacional y que aquella era mi tierra. A mediados de los sesenta me fui a estudiar a España. Seguí volviendo en vacaciones, para contar cada verano los amigos que ya se habían marchado. A principios de los setenta mi familia se trasladó a España y ya dejé de ir. No volví hasta el 93. Paseando por las calles tuve la sensación de que en vez de veinte años habían pasado tan solo unos pocos días, todo lo encontré más o menos igual. Parecía más viejo y más pequeño, pero todo resultaba familiar. En un bacalito de la calle Estatuto creí ver la misma fisura en el cristal del escaparate que había visto en mi última visita. Hasta el hombre que estaba detrás del mostrador parecía tener la misma cara y descansar en la misma postura, como si el tiempo se hubiera detenido veinte años antes. Un taxista, tangerino viejo, me llevó a hacer el circuito típico por el monte, el Cabo Espartel y las Grutas de Hércules. En el monte, los olores de mi adolescencia me asaltaron como si hubieran estado aguardando mi llegada para abalanzarse sobre mí. A veces la memoria olfativa parece más fuerte que la visual. Después de esta visita tardé otros diez años en regresar y entonces sí que noté un cambio. Más que un cambio un vuelco completo, un salto en el vacío, una transformación espectacular. Ya no reconocí el Tánger de mi infancia. Ya había desaparecido. Hasta me costó trabajo reconocer mi antigua casa. Ahora hay una urbe enorme que se ha engullido a la ciudad donde me crié. El monte está vallado por altas empalizadas que ocultan las residencias de los poderosos. Ya no es de todos sino de unos pocos privilegiados. Incluso las ruinas de Cota están ocultas. Me puse a escribir un libro que quiere ser un recuerdo y un modesto homenaje a los que se quedaron allí. En Bubana están mi padre, mis dos abuelos, una abuela, una bisabuela, tíos y otros familiares. Lloraba  Becquer: “¡Qué solos se quedan los muertos!”, los de Bubana están, si cabe, un poco más solos. Muchos morirían con la certeza de que el Tánger que ellos vivieron sería el mismo donde continuarían viviendo sus descendientes. Una ciudad especial, un lugar agradable para vivir. Se equivocaron. Aquel Tánger ya no existe. Se fue con ellos.



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sábado, 12 de diciembre de 2015

La leyenda del castillo de Santa Bárbara.


Cuenta la leyenda que en tiempos de dominio islamita, el señor del castillo tenía una hija de celestial belleza que se llamaba Cántara. La seráfica joven se enamoró de un apuesto y varonil mancebo de nombre Alí, pero el padre, más preocupado por los feluses que por los ardorosos sentimientos de su hija, ignoró su apasionado ardor y la dio en matrimonio a un gañán tan rico como feo. La moza, sintiendo que la cerrazón paterna le impediría disfrutar de la ansiada coyunda con su amor verdadero, decidió que esa vida de privación no valía la pena y se lanzó de cabeza por el acantilado. El bueno de Alí reaccionó como lo hubiera hecho cualquier amante enardecido por el fuego de la pasión y se abalanzó al precipicio tras ella. El trágico destino de los dos enamorados fue el origen del nombre de la ciudad, Alí-Cántara.
El egoísta y avaricioso progenitor, no pudo soportar el remordimiento que le producía su mezquindad y se arrojó a su vez al abismo. Los hados quisieron castigarle a perpetuidad y lo dejaron prisionero de las rocas. Es su rostro el que destaca en la pétrea pendiente. Desde su altura está condenado por los siglos de los siglos a contemplar a los enamorados de Alicante pasear su amor por la Explanada y el Postiguet.