lunes, 30 de junio de 2014

La Noche Triste

Se concertó salir a la noche siguiente. A toda prisa se fabricó un puente que nos permitiera salvar los canales que habían cortado. La idea era colocarlo en un canal hasta que pasaran todos y después levantarlo para llevarlo al siguiente canal, ya que solo hubo tiempo para fabricar uno. Era tan grande y pesado que hacían falta cuarenta hombres para transportarlo. La mañana de la partida, se puso todo el oro y las joyas que habíamos reunido en los meses que llevábamos allí en una de las salas, se llenaron unos fardos para que los transportaran los tamemes, y en una yegua se cargó gran cantidad de lo más preciado. Como aún quedaba mucho, y no se podía echar más sobre el animal ni había más fardos para llenar, el capitán dijo a los oficiales del rey, que para que no se perdiera ni cayera en manos de los mexicas, autorizaba a cada hombre a cargar con lo que pudiera llevar. Cada uno tomó lo que pudo y lo metió entre las ropas, se habían hecho lingotes muy pesados y no era fácil llevarlos. Alguno cargó tanto que caminaba con dificultad.
Se organizó el orden de marcha, nos encomendamos al Señor, y se dispuso todo para iniciar la salida cuando hubiera la máxima oscuridad, allá por la medianoche. Entonces eché en falta a Matías, pregunté a algunos pero nadie lo había visto desde hacía rato. Decidí recorrer las estancias de palacio por si le había ocurrido algún percance. Lo encontré en una de las más apartadas, durmiendo plácidamente en el regazo de su india gorda, con una expresión de bendita felicidad. Habían yacido durante toda la tarde y después se había quedado profundamente dormido. La mujer sabía que nos íbamos pero no quería despertarlo.
-¡Despierta! -le grité-, ¿qué haces ahí?, nos estamos yendo.
Me sonrió beatíficamente y dijo:
-¿Y qué más da?
Lo zarandeé para acabar de espabilarlo y tuvimos que correr para integrarnos en la tropa que ya esperaba nerviosa a que se abrieran las puertas.
Justo cuando nos incorporamos, abrieron el portón principal y se inició la salida.  
En vanguardia se colocaron los capitanes Gonzalo de Sandoval y Diego de Ordaz con veinte de a caballo, ciento cincuenta soldados y cuatrocientos tlaxcaltecas, llevando el puente prefabricado. Después iban Francisco de Saucedo y Francisco de Lugo, con cien soldados, y orden de acudir a donde hiciera falta su ayuda. En el centro de la columna iban Cortés, Cristóbal de Olid, varios capitanes más, Malintzin, doña Elvira la hija de Maxixcatzin, las mujeres de Castilla, la familia de Motecuhzoma, su hijo Chimalpopoca, dos hijas, un hermano, los prisioneros notables, trescientos tlaxcaltecas y doscientos soldados, Matías y yo entre ellos. Cerraban la marcha Pedro de Alvarado y Juan Velázquez de León, comandando al resto de la tropa, el grueso de los indios aliados, y las mujeres del servicio.                        
Fue la noche del 30 de junio de 1520. Al primer canal llegamos sin incidentes. El cielo estaba muy nublado, lloviznaba, marchábamos en silencio, procurando no alertar. Colocamos el puente y fuimos pasando al otro lado. Justo cuando estaba atravesándolo nuestro grupo, sonó como un aullido en la oscuridad, inmediatamente se organizó un estruendo de caracolas, trompetillas, atabales, y gritos anunciando nuestra partida. De todas partes surgieron miles de indios, por tierra y por la laguna con sus canoas, lanzando dardos y varas desde las azoteas, atacando con las macanas por la calzada, se nos vinieron encima por todos los lados. Concentraron su mayor ataque en el puente, con ánimo de quebrarlo, y eran tantos y con tanto ardor que no éramos capaces de rechazarlos. Tardaron poco tiempo en remover los maderos y nos dejaron divididos en dos grupos. Los que habíamos conseguido salvar el primer obstáculo nos encontramos con otro canal sin tener medios para pasarlo. Dos caballos resbalaron y se precipitaron al agua, tras ellos fueron cayendo otros hombres con sus armas, y parte de la artillería, y mujeres, y naborías, y tamemes con sus fardos. En unos pocos instantes se llenó el canal de personas que se aplastaban unas a otras. Muchos pasaron andando sobre los cuerpos de los que habían caído. Los que ya habíamos cruzado intentamos volver para ayudar pero había tantos indios cerrándonos el paso que tuvimos que desistir. A Matías le dieron un tajo en el brazo y le quedó inútil, no podía sostener la rodela. Le dije que se pusiera a mi espalda para protegerse y vino otro por detrás y le clavó una lanza en el costado. Cayó al suelo con un aullido de dolor. De un golpe sajé la cabeza del que le había alanceado y me defendí como pude de otros tres que me rodeaban. Cargué a Matías sobre un hombro e intenté alejarme, pero al momento se me vinieron encima los tres y me derribaron. Al caer al suelo, volvieron a alancear a Matías, si algo le quedaba de vida, allí la entregó. Al ver a mi amigo muerto y yo debajo de los tres indios a punto de sucumbir, me entró como un ataque de furia, empujé con más fuerzas de las que tenía a los tres hombres y los lancé hacia atrás, me incorporé de un salto y atravesé a dos con mi espada. Tan grande fue el esfuerzo que hice, que después quedé por unos instantes como inerte, casi no podía sostenerme sobre las piernas. El tercero me golpeó con su macana y volví a caer a tierra. Lo tenía encima dispuesto a descargar otro golpe cuando le asomó la punta de una espada por el pecho. La brava María de Estrada lo había atravesado con su acero. Me ayudó a incorporarme y tuve tiempo de cerciorarme de que Matías estaba bien muerto, al menos no tendría que sufrir el tormento de la piedra. Allí acabó su aventura, tenía veinte años. Demasiado joven para morir. Quizás es que Dios se lleva jóvenes a los que más aprecia.  
Los de a caballo volvieron grupas para intentar auxiliar a los que habían quedado cortados al otro lado del canal, pero la multitud de indios hacía imposible cualquier tentativa de lograrlo. Nos vimos obligados a seguir corriendo en dirección a tierra firme y abandonar a los demás a su suerte. Aún tuvimos que atravesar otro canal que pudimos vadear con el agua al cuello. Por allí los indios, aunque seguían persiguiéndonos, habían aflojado el acoso, parecía que se concentraban en acabar con los que quedaron aislados sin posibilidad de salir. Miré a los que venían detrás y vi a un pequeño grupo de seis tlaxcaltecas y cuatro soldados que acababan de salvar el segundo canal, corrían hacia nosotros perseguidos por un numeroso grupo de mexicas que les pisaban los talones. El que iba en cabeza era Pedro de Alvarado, el Tonatiuh, venía corriendo con la lanza en la mano y llegó el primero al tercer canal, cuando estuvo casi en el borde, apoyó la pica en el centro de la acequia y sujetándose a ella con fuerza, aprovechó el impulso que traía para dar un salto fenomenal y colocarse al otro lado de la calzada. Fue asombroso, pareció que volaba por encima del agua. Traía el rostro lleno de heridas y el blusón totalmente ensangrentado, creo que fue el último que pudo cruzar. Nos reunimos todos los que habíamos salvado el último obstáculo y continuamos la escapada todo lo deprisa que nos permitían nuestras maltrechas piernas.
Pasamos por Popotla sin detenernos, ya al final de la calzada, y no nos dimos un pequeño respiro hasta llegar a Tacuba. Allí intentamos organizarnos, pero era todavía de noche y estábamos desorientados, nadie sabía qué dirección había que tomar. Uno de los tlaxcaltecas dijo que él conocía la zona y podía sacarnos de allí evitando los caminos más transitados. Se puso en cabeza y proseguimos la marcha. Las primeras luces del alba del uno de julio de 1520, día de Santa Ester, nos alumbraron en las cercanías de un pequeño templo, allí Cortés mandó hacer un alto para intentar recomponer el grupo, hacer alarde, y saber cuántos eran los que no habían podido pasar. A primera vista, era fácil aventurar que no estábamos ni un tercio de los que habíamos iniciado la salida. A los primeros que echamos a faltar fue a la familia de Motecuhzoma y a los nobles que los acompañaban. Es de creer que fueron a por ellos antes incluso que a por nosotros. Malintzin y Aguilar, los farautes, habían conseguido salvarse. No estaba el capitán Velázquez de León, tampoco el capitán Francisco de Lugo. Busqué a Orteguilla y tampoco lo hallé, el pobre chico debió quedar atrapado en el canal. La Santa Madre de Dios lo acogería en su seno. Mucho lo sentí, le había tomado gran aprecio. Fue un chaval muy espabilado, su labor junto a Motecuhzoma nos fue de mucha utilidad. No se limitaba solo a traducir, aportaba sus opiniones y era apreciado por su buen juicio. Por su intermediación se allanó más de un conflicto. Tengo por seguro que hubiera llegado a ser un hombre de provecho si la fortuna lo hubiera respetado. En fin, no conocemos los designios del Señor.
A otro que se echó en falta enseguida fue al nigromante Blas Botello, algunos quisieron preguntarle si íbamos a poder escapar y cuando lo buscaron no lo hallaron. Su predicción de muerte resultó certera para él mismo.    
Contamos veintitrés caballos, todos heridos, de los más de ochenta que tuvimos. En palacio éramos mil cien hombres y seis mujeres de Castilla, allí hicimos un recuento de cuatrocientos hombres y María de Estrada, mi salvadora, tan brava que ningún indio pudo con ella. Unos pocos más fueron llegando durante las primeras horas, los que se habían extraviado por los maizales, heridos, maltrechos, a punto de desfallecer. De los tlaxcaltecas debieron caer unos dos mil, y de las mujeres de servicio creo que no salvó ninguna, los que venían en retaguardia fueron los más perjudicados, la mayoría cayó en la calzada, y unos pocos regresaron al palacio para intentar una resistencia desesperada e inútil. 

Toda la artillería se había perdido, todo el oro, la impedimenta, gran cantidad de armas, fue una noche muy triste. La noche triste.

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CON EL ALMA ENTRE LOS DIENTES: De Tenochtitlán a Cajamarca de [Molinos, Luis]


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