martes, 20 de mayo de 2014

Tenochtitlan, año 1520, mes de mayo, Pedro de Alvarado decide atacar el primero.


Alvarado nos reunió y nos puso al corriente de lo que se estaba tramando. Nuestros amigos los tlaxcaltecas no tenían duda, cuando estuviéramos contemplando el baile, se lanzarían sobre nosotros y nos matarían a todos.

-Nuestro capitán nos ha enseñado cómo hay que actuar en estos casos. Debemos adelantarnos al enemigo. El que acomete, vence. Somos muy pocos para dejar que nos ganen la mano, si les dejamos la iniciativa estaremos perdidos. Santiago ayuda a los valientes. La fiesta la van a celebrar en el patio del templo, dejaremos que entren y después bloquearemos las salidas. En eso nos ayudarán nuestros aliados, ellos se ocuparán de cortar la retirada. Nosotros rodearemos a los celebrantes, a mi señal les caeremos encima, sin piedad, pensad que son ellos o nosotros. Debemos actuar antes de que estén preparados. Que no escape nadie. Acabaremos con todos ellos y eso servirá de escarmiento para los demás. No podemos permitirnos la más mínima concesión. Dios nos ayudará como tantas otras veces.

Los celebrantes llegaron por la tarde y enseguida empezaron a aderezar a su ídolo, estuvieron toda la noche con sus ritos y adoraciones. Al alba iniciaron los cantos. Habría unos doscientos entre bailarines y músicos. Otros dos mil se sentaban en círculo alrededor. Nosotros nos preparamos, nos habíamos situado detrás de ellos, los tlaxcaltecas se ocupaban de cerrar las salidas. Cuando empezaron a bailar nos fuimos aproximando al centro del patio. Nos colocamos cerca de músicos y danzantes y aguardamos la señal. Nuestros aliados nos habían avisado que habían introducido armas y las tenían en algún lugar próximo. No podíamos darles la menor oportunidad de alcanzarlas. Cuando Alvarado dio la señal nos lanzamos sobre los bailarines con furia, todos eran guerreros y no había que dejarles reaccionar. A cuchilladas y lanzazos acabamos con ellos. Los tlaxcaltecas, a su vez, se encargaron de eliminar a los que estaban sentados.

Cuando los que esperaban fuera comprendieron lo que estaba pasando, se pusieron a gritar, a ulular dándose golpes en los labios, a llamarse unos a otros, y a insultarnos. Inmediatamente nos cayó una rociada de flechas y piedras. Tuvimos que retroceder y refugiarnos en el Palacio. Allí los contuvimos momentáneamente, pero quedamos rodeados.

Acudieron a millares, con sus macanas y lanzas se nos entraban por todas partes, con tanto ímpetu que teníamos que avivarnos para tapar las acometidas. Colocaron escalas para saltar los muros y nos metieron fuego por varios lugares. Desde fuera nos lanzaban tanta flecha y piedra que nos hirieron a más de una docena. Así nos tuvieron cuatro días, dándonos tanta guerra de día y de noche, que teníamos que dormir vestidos y con las armas en la mano. Alvarado demandó a Motecuhzoma que calmara a sus súbditos. El rey accedió y subió a la azotea acompañado por Itzcuauhtzin pero casi no le dejaron hablar, en cuanto inició la plática le lanzaron una rociada de piedras, decían que ya no le tenían respeto, que se había entregado a los extranjeros, se tuvo que poner a cubierto para no ser herido.

Nos aislaron, pusieron obstáculos en las calles, cegaron las acequias, nos cortaron los suministros. Solo algunos fieles al rey conseguían colarse para traer alimentos. Al que descubrían, lo mataban en el acto. No teníamos noticias de Cortés, nuestra esperanza era que regresaran pronto, pero ni siquiera sabíamos si ellos estaban a salvo. Nos quedamos sin víveres y casi sin agua, todos estábamos heridos en mayor o menor grado y prácticamente exhaustos de tanto pelear. Un día prendieron fuego a las puertas de entrada, los oíamos ulular al otro lado, sentimos que estaban a punto de entrar y que acabarían con todos, ya no nos quedaban fuerzas para enfrentarlos. Nos encomendamos al Señor y nos dispusimos a entregar nuestras almas. De repente, entre la espesa humareda vimos como una luz que parecía llegar del cielo, un resplandor sobrenatural, los indios también lo vieron y detuvieron el asalto, aturdidos, dejaron de acosarnos y se retiraron. Ese día ya no volvieron a darnos guerra y pudimos recuperar el ánimo.
Con el alma entre los dientes: De Tenochtitlán a Cajamarca

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