domingo, 30 de marzo de 2014

Los libros de Alejandría


El día del festejo, antes de que el sol llegara a su cenit, le envió Teo un carro ligero para recogerlo en el Museo y trasladarlo hasta su residencia. Bías se vistió con una clámide blanca que sujetaba con un broche de oro sobre su hombro derecho. La prenda le llegaba por las rodillas dejando al aire sus musculadas pantorrillas. Calzaba sus pies con unas sandalias de cuero bermellón y sujetaba el cabello negro y rizado con una fina cinta dorada.

El auriga, un joven escita de pequeña estatura, condujo el poderoso corcel con maestría por la calle Soma, atravesándola de punta a punta. Pasaron por delante del Mausoleo de Alejandro y continuaron en línea recta hasta la salida sur de la ciudad. Una vez fuera de las murallas se dirigieron hacia el oeste bordeando el lago y al cabo de un rato alcanzaron la entrada de la villa del padre de su amigo. Pasaron entre dos columnas dóricas de mármol blanco y recorrieron un largo camino flanqueado de palmeras hasta llegar a la entrada del edificio principal. 

El esclavo detuvo el carro delante de una ancha escalinata que daba acceso a un caserón de piedra rosácea, que más parecía un templo por sus dimensiones y monumentalidad. Al final de la escalera, una barandilla de piedra se extendía a ambos lados, adornada cada pocos pasos por estatuas de dioses griegos y egipcios. Dos esclavas nubias ataviadas con túnicas amarillo azafrán lo recibieron en la puerta y lo acompañaron por un patio interior en el que destacaba una enorme fuente coronada por una estatua del dios Helios representado conduciendo un carro tirado por cuatro poderosos caballos. El patio daba acceso a las habitaciones de la casa pero las esclavas le dirigieron hacia la parte derecha y pasaron por un pequeño arco para acceder a una gran terraza que dominaba un extenso valle. Desde allí podía observarse un ejército de caballos retozando, comiendo y corriendo por la planicie. 

Teo salió a su encuentro sonriente saludándole con un efusivo abrazo y le acompañó a presentarle a su padre. Parmenio de Pella era un hombre grande y macizo que lucía una abundante cabellera gris de león que le hacía parecer aún más voluminoso. Tenía el aspecto de los que están acostumbrados a mandar y no aceptan una negativa a sus deseos. Hablaba con voz muy fuerte y se mostró con el joven tan afectuoso o más que su hijo. Se sentía muy feliz de recibir en su casa a un campeón de los juegos de Olimpia.

Desde el privilegiado observatorio en que se encontraban le fue señalando con orgullo los ejemplares que criaba. 

-Tengo los mejores caballos de Egipto -le decía-, y probablemente los mejores de todo el mundo heleno. Llevo treinta años mejorando la raza y ahí abajo tienes el resultado. Cuando volví de las campañas de Asia, Ptolomeo Sóter me concedió estas tierras y una docena de caballos y mira lo que tengo ahora. Observa aquella yegua blanca de largas crines. O aquel zaino brillante. ¿Has visto algo más hermoso en tu vida? Mira con qué elegancia se mueve. Es un campeón.

Bías aprobaba con gesto admirativo lo que iba diciendo su anfitrión.

-Me los cuidan mis esclavos escitas. Son, sin duda, los mejores jinetes del mundo. Idóneos para estos menesteres. Ten siempre presente que de todas las propiedades del hombre, la mejor, la más importante y beneficiosa, es el esclavo. Tan solo debes preocuparte de elegir con sagacidad y buen juicio. No todos valen para todo. Estos escitas son los mejores para los caballos porque aprenden a cabalgar antes que a andar. Sus madres los paren a caballo. Viven sobre los caballos. Son nómadas que en sus tierras se desplazan constantemente de un lugar a otro, montan sus tiendas sobre grandes ruedas y las atan a la grupa de los caballos, y así pasan más tiempo cabalgando que andando. Son capaces de manejar el arco y las flechas con precisión sin dejar de cabalgar. Son unos salvajes pero hemos podido domesticarlos..., hasta cierto punto, nunca puedes estar seguro del todo de que no se les desmande su bronca naturaleza. Por eso sólo tengo los justos para las necesidades de las caballerías, ni uno más. Procura siempre tener a tus esclavos repartidos entre gentes de pueblos distintos, así conseguirás que no hagan causa común y te evitarás problemas. Yo tengo escitas, nubios, tracios, frigios, y de algún otro pueblo, y entre ellos ni se entienden. Es lo mejor. Estos escitas que ves ahora tan aparentemente pacíficos son hijos de terribles guerreros y esa herencia la llevan impregnada en cada poro de su piel. Sus padres y sus hermanos en libertad se beben la sangre de sus víctimas cuando todavía están vivos para apoderarse completamente de sus fuerzas. Utilizan los cráneos de los enemigos e incluso los de su propia gente como vasijas para beber. 

- Es natural -comentó Bías-, si están todo el tiempo desplazándose no podrán dedicarse a la alfarería.

Parmenio rió con una carcajada estruendosa.

- Sí, así es, sólo tienen tiempo de cortar cabezas. ¿Sabías que antes de empezar una batalla se concentran para intentar derrotar al enemigo con la  fuerza de la mente, enviándoles deseos de muerte? Sólo cuando comprueban que los pensamientos no surten el efecto deseado es cuando se lanzan al ataque.

- ¿Y alguna vez han podido obviar la batalla con ese método? -preguntó el joven.

Parmenio volvió a reír atronando el espacio.

- Creo que no, amigo Bías, y además me temo que no les gustaría hacerlo. ¡Les encanta luchar! Se sentirían frustrados si ganasen alguna batalla sin cortar cabezas. Pero de lo que no hay duda es que no hay quien les iguale con las caballerías.

- ¿Ni siquiera los sibaritas? -preguntó el joven.

- Nooo -dijo haciendo un gesto de negación con la mano-, esos eran jinetes de parada y alarde, pero nunca habrían sido capaces de disparar el arco con la montura al galope..., no, no, ya sabes lo que les pasó con los de Crotona.

Bías puso cara de no saber.

- La fama de los de Síbaris se debe a que amaestraban a sus caballos para que obedecieran a la música. Así, las tropas avanzaban, se replegaban, o se desplazaban a un lado u otro, según los sones de las trompetas. Esto impresionaba y desconcertaba a sus enemigos en las batallas. Pero cuando se enfrentaron a sus vecinos de Crotona se encontraron con que estos se habían aprendido bien la lección. Conocían los acordes que utilizaban los sibaritas y al empezar la batalla se pusieron a interpretar órdenes contradictorias. Los caballos se desorientaron y se produjo tal desbarajuste en la formación de los de Síbaris que fueron derrotados fácilmente.     

Sin dejar de reír echó su brazo sobre el hombro de Bías y lo empujó hacia la zona de las mesas mientras el olor a carne asada empezaba a esparcirse por el aire.
Fragmento de "Los libros de Alejandría", novela que transcurre durante el tiempo que permaneció activa la mítica Biblioteca de la Antigüedad.
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LOS LIBROS DE ALEJANDRÍA (Spanish Edition)

viernes, 7 de marzo de 2014

Me quedé en Tánger


René estuvo eufórico durante unos cuantos días. Se sentaba a la puerta de la librería y tocaba el himno de Riego una y otra vez. Eso lo hacía cuando sabía que mi madre no estaba en casa, si yo le decía que estaba arriba no se atrevía, porque ella siempre había sido monárquica y se había apenado mucho con la expulsión del Rey. Andaba triste pensando qué sería del pobre hombre fuera de su país.

- Yo sé lo que es eso –decía-, yo tuve que dejar mi casa, mi padre recién fallecido, mis amigas, mis vivencias…, es muy duro hijo. Tú no lo entiendes porque para ti esta es tu tierra. Llegaste tan pequeño que no has conocido otra cosa, tienes aquí tus primeros recuerdos, tus sensaciones infantiles, esas que te marcan para toda la vida. A pesar de mi edad todavía recuerdo con nostalgia el pueblo y pienso mucho en las amigas de la infancia que no he vuelto a ver. ¿Qué habrá sido de ellas? La infancia y la pubertad son edades muy bonitas, hijo, cuando te arrancan de ellas es como si te arrancaran las raíces y ya durante toda la vida te encuentras como que te falta apoyo.

Siempre que se ponía melancólica acababa sus reflexiones dando un profundo suspiro y se quedaba mirando las aguas de la bahía, como si el mar pudiera traerle aquellas imágenes que extrañaba y que probablemente ya debía tener muy alteradas.

Con el transcurso de los años se van modificando los recuerdos, a lo mejor lo que guardaba en su memoria era distinto de lo que realmente vivió en su niñez. Lo que experimentaba profundamente era la sensación de la falta de algo muy querido. Era el desarraigo que se produce en el alma cuando te obligan, de un modo u otro, a abandonar tus primeras vivencias. Todo exilio es un desgarro.

Aunque en su nueva tierra las cosas le habían ido bien, conservaba en el fondo de su ser esa intensa llama de nostalgia que nunca se apaga del todo. Y le afloraba de tarde en tarde.

Fragmento de "Me quedé en Tánger", novela que se desarrolla entre la ciudad de Tánger y el norte de Marruecos durante la mayor parte del siglo XX. Está disponible en Amazon en formato digital y en papel.
http://www.amazon.es/Me-qued%C3%A9-T%C3%A1nger-Luis-Molinos-ebook/dp/B008R0DWGY/ref=sr_1_1?ie=UTF8&qid=1394217421&sr=8-1&keywords=me+quede+en+tanger
Me quedé en Tánger