Después de la batalla regresamos al real para
reponernos y curarnos las heridas. Yo había recibido un flechazo feo en el
muslo. Como otra cosa no había, tuve que suturar el corte con unto de un indio
muerto y después apretar la carne con trozos de tela.
Los indios enviaron unos emisarios a la
mañana siguiente con regalos, unas mantas y algunos objetos de oro. Dijeron que
ya no nos darían más guerra pero nos rogaban que abandonásemos sus tierras.
Cortés, por medio de Aguilar, les reiteró que nuestra presencia era
irreversible, que habíamos sido enviados por el monarca más poderoso del mundo
y traíamos el mensaje del único Dios verdadero. Que si aceptaban nuestra
presencia ningún mal les acaecería, sino provecho y ventura. Pero si persistían
en enfrentarnos serían severamente castigados, ellos y sus familias, pues ya
habían comprobado que éramos invencibles. Se retiraron los emisarios y un
tiempo después vinieron los caciques. Dijeron que aceptaban como su nuevo rey a
aquel monarca lejano del que les hablábamos y que en adelante serían nuestros
amigos. Para corroborar sus palabras nos trajeron más regalos y nos dieron
veinte mujeres que ellos tenían como esclavas, para que nos sirvieran y nos
hicieran la comida. Mis ojos se clavaron inmediatamente en una de ellas, creí
que estaba contemplando a Sabelilla, una mujer que se quedó con mi corazón en
España poco antes de embarcar. Sería de la misma edad, casi una niña. Tenía el
mismo garbo, el mismo porte, la misma gracia en la mirada. Esas son cosas que
se traen al mundo, no se pueden aprender.
Era Domingo de Ramos, fray Bartolomé ofició
una solemne misa y después todos nosotros hicimos una procesión con los ramos.
A continuación bautizó a las mujeres. Primero les dio una plática, por medio
de Aguilar, para introducirlas en el conocimiento de la fe, y a continuación
les administró el sacramento. A la que había concentrado mi atención le
pusieron Marina. Ya habrás adivinado de quien estoy hablando, sí, de Malintzin,
extraordinaria mujer que tanto nos ayudó. Estaba esclava de aquellos indios
pero era princesa en su pueblo, su porte era estandarte de su cuna. Tardamos
pocos días en comprender que aquel había sido otro regalo de Dios.
Clavamos una cruz de madera en el punto más
alto, encargamos a los indios que cuidasen aquel símbolo de la fe, y volvimos a
embarcar para continuar nuestro camino. Nosotros no sabíamos adónde íbamos pero
parecía que nuestro capitán sí. Él nos guiaba con mano firme.
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