miércoles, 15 de enero de 2014

Malintzin


Después de la batalla regresamos al real para reponernos y curarnos las heridas. Yo había recibido un flechazo feo en el muslo. Como otra cosa no había, tuve que suturar el corte con unto de un indio muerto y después apretar la carne con trozos de tela.

Los indios enviaron unos emisarios a la mañana siguiente con regalos, unas mantas y algunos objetos de oro. Dijeron que ya no nos darían más guerra pero nos rogaban que abandonásemos sus tierras. Cortés, por medio de Aguilar, les reiteró que nuestra presencia era irreversible, que habíamos sido enviados por el monarca más poderoso del mundo y traíamos el mensaje del único Dios verdadero. Que si aceptaban nuestra presencia ningún mal les acaecería, sino provecho y ventura. Pero si persistían en enfrentarnos serían severamente castigados, ellos y sus familias, pues ya habían comprobado que éramos invencibles. Se retiraron los emisarios y un tiempo después vinieron los caciques. Dijeron que aceptaban como su nuevo rey a aquel monarca lejano del que les hablábamos y que en adelante serían nuestros amigos. Para corroborar sus palabras nos trajeron más regalos y nos dieron veinte mujeres que ellos tenían como esclavas, para que nos sirvieran y nos hicieran la comida. Mis ojos se clavaron inmediatamente en una de ellas, creí que estaba contemplando a Sabelilla, una mujer que se quedó con mi corazón en España poco antes de embarcar. Sería de la misma edad, casi una niña. Tenía el mismo garbo, el mismo porte, la misma gracia en la mirada. Esas son cosas que se traen al mundo, no se pueden aprender.

Era Domingo de Ramos, fray Bartolomé ofició una solemne misa y después todos nosotros hicimos una procesión con los ramos. A continuación bautizó a las mujeres. Primero les dio una plática, por medio de Aguilar, para introducirlas en el conocimiento de la fe, y a continuación les administró el sacramento. A la que había concentrado mi atención le pusieron Marina. Ya habrás adivinado de quien estoy hablando, sí, de Malintzin, extraordinaria mujer que tanto nos ayudó. Estaba esclava de aquellos indios pero era princesa en su pueblo, su porte era estandarte de su cuna. Tardamos pocos días en comprender que aquel había sido otro regalo de Dios.

Clavamos una cruz de madera en el punto más alto, encargamos a los indios que cuidasen aquel símbolo de la fe, y volvimos a embarcar para continuar nuestro camino. Nosotros no sabíamos adónde íbamos pero parecía que nuestro capitán sí. Él nos guiaba con mano firme.
 
Fragmento de "Con el alma entre los dientes", novela que narra las conquistas de México y Perú, disponible en Amazon.
Con el alma entre los dientes (De Tenochtitlán a Cajamarca)
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