Decidí caminar hasta
el Barranco del Infierno, es un lugar lleno de misterio que me impresionó el
primer día que anduve por él, y que había vuelto a visitar en varias ocasiones.
Cuando estás allí dentro tienes la sensación de que las fuerzas de la
naturaleza se han concentrado entre las laderas del desfiladero, pero no sabes
si para bien o para mal. Aquel día fue para bien.
Aquel día la vi por
primera vez.
Cuando estaba
alcanzando la parte más alta del valle, me crucé con un grupo de mujeres,
joviales y reidoras, que parecían ir al mercado. Sólo tuve ojos para ella. La
más hermosa que hombre alguno pudiera contemplar. Alta, grácil, esbelta, de
andar resuelto, con el cabello azabache recogido en una albanega, con la
sonrisa franca iluminándole el rostro. Sus ojos, alegres y expresivos, se
fijaron en los míos y su intenso brillo penetró hasta lo más profundo de mi
ser. Fue sólo un instante, un decir amén, ella bajó la mirada y continuó su
camino, pero ese soplo fugaz fue suficiente para que su esencia invadiera mi
alma. Quedé atrapado para siempre en aquella fogosa mirada.
Di media vuelta y
perseguí al grupo, a prudente distancia para no hacerme notar. Pasé toda la
mañana espiando sus movimientos, sus risas, sus pláticas. Dicen que los hombres
sólo vemos de frente y las mujeres en todas direcciones. Seguro estoy que ella,
sin mirarme, sabía que yo deambulaba alrededor. Yo percibía que lo que ella hacía,
lo hacía para mí, que se sentía halagada por mi obstinada atención, que se estaba comunicando conmigo a través de sus
amigas. Cuando abandonaron el mercado la seguí hasta su casa y descubrí donde
vivía. Pasé dos semanas rondando la vivienda, intentando volver a verla.
Apercibidos de mi presencia, los hombres de su familia no la dejaban salir, me
miraban con desconfianza, si no con manifiesta hostilidad. No querían cristiano
viejo cerca de su casa ni de sus mujeres. Pasaba las horas apoyado en el tronco
de un cerezo, a cien pasos de la vivienda, esperando que surgiera el sol, mi
sol, por la puerta. Entraba y salía gente de la casa, hombres y mujeres que no
me querían, acabaron negándome hasta la mirada, como si yo no estuviera allí,
como si fuera una molesta piedra o una mala yerba. No me querían.
Fragmento de "El salto del caballo verde", novela que transita entre el 1609, año de la expulsión de los moriscos del Reino de Valencia, y la actualidad. Disponible en Amazon
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