jueves, 2 de enero de 2014

De Tenochtitlán a Cajamarca


El rey estaba muy deprimido:

-¿Ahora venís a buscarme? -dijo-, ahora ya no es tiempo. Mi pueblo ya ha elegido a otro rey, ahora obedecen a Cuitláhuac, a mí me han perdido el acatamiento. Hace varios días que han entronizado a un primo mío. Ahora es a él al que obedecen. Poco puede hacer Motecuhzoma.

Cortés insistió y le convenció para que dirigiera unas palabras a su pueblo. El Tlatoani accedió al fin y subió a una de las azoteas acompañado por varios capitanes. Estos le iban protegiendo con las rodelas para evitar que le alcanzase alguna piedra o dardo de los que no cesaban de lanzar.    

Medio tapado por los escudos y rodeado de tantos hombres, Motecuhzoma inició un discurso, pero enseguida un griterío frenético ahogó sus palabras. La gente que había abajo no quiso escuchar nada y reaccionó aumentando el lanzamiento de flechas y piedras. Una de estas se coló por entre el hueco que dejaban las rodelas e impactó sobre la frente del Tlatoani. Lo retiramos rápidamente con la sangre corriéndole por el rostro. Lo llevamos a su aposento y los sacerdotes intentaron hacerle una cura. Pudieron restañarle la sangre que le manchaba la cara, pero no la que le ahogaba el alma, jamás había imaginado que algún día su pueblo pudiera volverse contra él.

La mayoría de nosotros estábamos maltrechos, y los que se dedicaban a intentar sanarnos las heridas no tenían descanso. Con los de Narváez habían venido seis mujeres de Castilla, y ellas también contribuyeron en la defensa, la que más, una llamada María de Estrada, mujer aguerrida y brava, ya no muy joven, de gran fortaleza y ánimo extraordinario. No se cansaba de alentar a los hombres y de ocupar el lugar de alguno si lo veía desfallecer. Si cualquiera de los que combatían en primera fila caía herido, le ayudaba a refugiarse en el interior del palacio, y si era preciso lo cargaba sobre su hombro para trasladarlo a un lugar cubierto. Jamás la vi desfallecer en todos los días que duró el asedio. No la espantaban los indios porque ya había convivido cinco años con ellos. El barco en el que venía hacia La Española naufragó antes de llegar, y los supervivientes acabaron en una playa de la isla de Cuba cuando todavía no estaba pacificada. Los indígenas mataron a todos los hombres, y a ella un cacique la tomó como esclava. Estuvo viviendo así cinco años, hasta que la isla fue conquistada. Era más dura que muchos hombres.     

En el cuidado de los heridos se distinguió sobremanera otra de aquellas mujeres. Tan abnegada como la anterior, estuvo tres días trabajando sin descanso, día y noche sin dormir, suturando cortes y recomponiendo fracturas. Para las curas solo disponíamos de agua, paños, y poca cosa más. Ella ponía las manos sobre las heridas, musitaba unas oraciones, elevaba unas plegarias al Señor, y a las pocas horas las heridas cicatrizaban. Era cosa de admirar. Isabel Rodríguez se llamaba, como mi Sabelilla, ¡qué hubiera yo dado en aquellos momentos por sentir sobre mi cuerpo las manos de mi Sabelilla!

Había otros dos hombres que también curaban con ensalmos. Si no hubiera sido por ellos, muchos no habrían aguantado en pie los días de asedio. Tal vez todos habríamos muerto. ¿Quién puede saberlo?
Pero nadie pudo sanar a Motecuhzoma. El impacto le había destrozado el corazón, desde que fue herido dejó de hablar, se negó a comer y beber, rechazó los cuidados de sus servidores, se hundió en un pozo de desconsuelo.

Fragmento de "Con el alma entre los dientes", novela sobre la conquista de México y Perú, disponible en Amazon.
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En digital
CON EL ALMA ENTRE LOS DIENTES: De Tenochtitlán a Cajamarca de [Molinos, Luis]

En papel

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