miércoles, 31 de julio de 2013

Me quedé en Tánger.

Me agradaba compartir el tiempo con ella. Nunca había sido hermosa…, bueno, alguna vez sí. Creo que durante su embarazo estuvo muy próxima a la hermosura. Las mujeres son como las flores, siempre están hermosas en primavera. Lo que ocurre es que la primavera no les dura lo mismo a todas. Para algunas se prolonga durante años, para otras sólo unos días, pero todas, todas, gozan en algún momento de una hermosa primavera.
Estrella ya vivía su verano, al menos yo no la encontraba atractiva. Seguía estando muy gruesa y sus rasgos eran más bien toscos, pero tenía un hablar dulce y ameno, y un carácter optimista que te hacía sentirte bien. Siempre parecía estar de buen humor y todo lo veía desde un punto de vista positivo. La vida había sido bastante cruel con ella pero había superado los malos momentos y procuraba enfrentarse al futuro con optimismo. Su buen ánimo era contagioso y me resultaba muy agradable su presencia. Desde que se quedó viuda toda su preocupación había sido su hija Lunita y no había querido involucrarse en ninguna otra relación, pero era evidente que se encontraba un poco sola. Un día me dijo que yo siempre le había gustado, que desde que era una niña y venía de la mano de su padre a nuestra casa de la cuesta del Marchán sentía algo especial por mí. Yo también estaba solo. No era viudo pero como si lo fuera, hacía muchos años que no tenía ninguna noticia de Katiuska.
No la engañé, no estaba enamorado y nunca le dije que lo estuviera, pero me aprendí una canción ladina que le canté con sentimiento:
Dame la mano paloma
Para subir a tu nido,
Maldicha que duermes sola,
Vengo a dormir contigo.
Estrella me dio la mano y me llevó a su nido a dormir con ella. Vivía en una gran casa muy cerca de los nuevos bulevares, en la parte alta de la ciudad. Desde el jardín se veía todo el Estrecho y los montes de España. Tenía tres jazmines que eran como tres lanzas que se te clavaban en los sentidos. Se estaba bien allí sentado, mirando el horizonte y aspirando la fragancia de las flores. Pasé una buena temporada. Por las mañanas llevaba a Lunita a la maternelle y la recogía a la salida. Por las tardes jugábamos en el jardín esperando a que llegase su madre. Por las noches contábamos las luces de la costa española. Los viernes preparaba la adafina que nos comíamos el sabbat. Le salía de chuparse los dedos, “que no se corten las manos que hicieron esta comida”, le decía. Y ella sonreía orgullosa.
Mi madre me mareaba cada vez que iba a verla diciéndome que vivía en pecado. “Rece por mí, madre”, la animaba yo, “y mis pecados serán perdonados”. Ella iba todos los días a la primera misa en la Iglesia de la Purísima, en los Siaguins, se mantuvo fiel a esa misa y al padre Agapito durante toda su vida. Unos años más tarde inauguraron cerca de casa la Iglesia de Juana de Arco, a la que todos llamaron la iglesia francesa, pero ella prefirió seguir asistiendo a los Siaguins a pesar de que le quedaba mucho más lejos. Seguramente rezaba para que yo estuviese bien y era escuchada en las alturas, porque yo estaba muy bien.
Estuve bien hasta que vino René a soliviantarme el ánimo.
-Pareces un maquereau –me dijo-, todo el día holgazaneando y viviendo a costa de una mujer. 
Me fastidió il dolce far niente. Tuve que ponerme a pensar en hacer algo. Mi madre había habilitado debajo de su casa dos locales. Uno lo alquiló a un bacal y el otro permanecía vacío. Monté en él una librería. Nunca pensé que fuese a vender mucho, fue más bien por tranquilizar mi conciencia. A mi madre le pareció bien porque así me tenía cerca para seguir amenazándome con los fuegos del infierno.
Y yo podía seguir viendo a mi Estrella por las noches con la plácida certidumbre de que no era un felón maquereau.

viernes, 19 de julio de 2013

El Nuevo Mundo - 4

Españoles fueron los primeros europeos que vieron el Océano Pacífico, los primeros que surcaron las aguas del mayor de los golfos, los que descubrieron y dominaron a los dos imperios más poderosos del nuevo mundo, los primeros que navegaron por los dos ríos más caudalosos, los primeros que caminaron por los dos continentes americanos, los primeros que dieron la vuelta al mundo.
Un español, García López de Cárdenas, el primero que vio el Gran Cañón del Colorado. Otro español, Andrés de Urdaneta, descubrió el “tornaviaje”, la ruta que hacía posible ir desde Filipinas hasta México atravesando el inmenso océano. El llamado galeón de Manila utilizó esa ruta durante trescientos años.
Fueron españoles los que fundaron innumerables ciudades a lo largo y ancho de la geografía americana, Panamá (1519), La Habana (1519), San Juan de Puerto Rico (1521), Cartagena de Indias (1533), Lima (1535), Sucre (1538), San Agustín de la Florida (1565), Caracas (1567), Buenos Aires (1580, antes se fundó otra en 1546 que fue destruida), y tantas otras. Cada Adelantado, el jefe militar y político de las provincias, tenía la obligación legal de fundar al menos tres ciudades.
La industria de Hollywood, a la que tanto debe la nación norteamericana, se ha empeñado durante décadas en ofrecernos las hazañas de los colonizadores del “salvaje oeste” en su lucha contra los brutales indios. La mayor de esas gestas no se podría igualar a las miles que realizaron los españoles dos o tres siglos antes. El cine se ha olvidado de aquellos héroes, cientos de hombres y mujeres de toda condición social, y cuando lo ha hecho, ha sido para remarcar el lado más truculento, como la vida de Lope de Aguirre, por ejemplo.
Es muy simplista atribuir la conquista únicamente a la codicia por atesorar el oro. En la lista de cualidades y defectos del ser humano, la curiosidad es anterior a la avaricia. Aquellos extraordinarios exploradores marcharon al otro lado del mundo movidos por ese afán por conocer lo desconocido que acompaña al hombre desde que bajó de los árboles. Ese maravilloso anhelo por descubrir qué hay más allá, ese impulso que ha determinado el constante progreso de los seres humanos. Los que fueron en las primeras expediciones no sabían a qué se iban a enfrentar. Es de admirar el temple magnífico de aquellos aventureros iniciales. Para empezar tenían que afrontar una travesía de más de dos meses por el inmenso océano, en naves pequeñas e inestables, expuestos a los azares de los vientos y las olas. Muchos perecieron en naufragios antes de alcanzar el destino. Otros murieron al poco de llegar, por enfermedades, de hambre o sed, congelados en las cumbres o extenuados en los desiertos, atacados por caimanes o serpientes, flechados o descalabrados por los indígenas, o muertos por sus propios compañeros en las luchas fratricidas que se sucedieron después de las primeras conquistas. Muchos otros acabaron siendo el plato principal de los banquetes ceremoniales.
El canibalismo estaba extendido por toda América. Los indios comían carne humana, a veces por necesidad, pero en la mayoría de las ocasiones por superstición o por venganza. Creían que el valor y las condiciones guerreras del pariente o del enemigo muerto se transferían al que comía su carne, cuanto más poderoso era el enemigo, mayor provecho procuraba al que la engullía. Es posible que el origen de los sacrificios fuese la ofrenda a los dioses de una porción selecta de alimento. Un ofrecimiento voluntario de acción de gracias. Después se convirtieron en expiatorios. Las inmolaciones resultaban tanto más eficaces cuanto más crueles. Los sacrificios humanos se extendieron por todas las tribus y en especial en las sedentarias. El corazón del sacrificado se ofrecía a la divinidad y se devoraba por el verdugo con el convencimiento de que así entraba en comunión con los dioses. El número cada vez más grande de sacrificados contribuyó a la desaparición de muchas tribus.
Los conquistadores estaban dispuestos a arrostrar los mayores peligros, hambre, sufrimiento, tormentos, enfermedades, heridas, amputaciones, incluso la muerte, por cumplir su sueño. En esas condiciones, ¿cómo puede asombrar que tuvieran una cierta indiferencia por la vida ajena?
Es absurdo pretender juzgar con la mentalidad del siglo XXI, hechos acaecidos hace quinientos años. La escala de valores tiene pocas coincidencias. Basta decir que en 1517, Bartolomé de las Casas, el paradigma de la defensa de los débiles, la persona que con sus denuncias más influyó en las acusaciones para elaborar la Leyenda Negra, propuso a la Corona que para preservar a los indios de los duros trabajos de las minas había que sustituirlos por esclavos negros. Explicaba además, sin rubor, que diez esclavos negros podían sacar más oro que veinte indios.
En una época tan convulsa y en un entorno tan violento, no es de extrañar que gran número de conquistadores de la primera etapa encontraran la muerte de forma sangrienta.
A Pedro de Valdivia, conquistador de Chile, se lo comieron los indios estando todavía vivo, lo ataron a un poste, le cortaron los brazos y se los fueron comiendo ante sus ojos mientras él se desangraba. Después se comieron el corazón y conservaron el cráneo para beber en él.
A Juan de Garay, fundador de Santa Fe y Buenos Aires, lo mataron los indios mientras dormía.
Hernando de Soto, después de una marcha increíble de más de 6.000 kilómetros por lo que hoy son los Estados de Florida, Georgia, las dos Carolinas, Tennessee, Alabama y Misisipi, fue a morir enfermo a orillas del gran río en 1542.
Juan Ponce de León murió de la infección producida por una flecha envenenada que le clavaron los indígenas de Florida.
Pedro de Alvarado fue arrollado por un caballo en el transcurso de una batalla y murió de las heridas.
Núñez de Balboa, Diego de Almagro, y Gonzalo Pizarro, murieron decapitados. Y así tantos otros, fueron pocos los que consiguieron acabar sus días por causas naturales y en su cama.
Al mismo Fray Vicente de Valverde, acompañante de Pizarro en la captura de Atahualpa, entregado también durante una parte de su vida a la protección de los indios, lo torturaron y se lo comieron los de la isla de Puná. Neruda hizo un poema de exaltación al joven Atahualpa, “estambre azul, árbol insigne”, en que pone al clérigo como chupa de dómine, “corazón traidor, chacal podrido”. Ya se ve por dónde iban sus simpatías.
Con independencia del juicio que nos merezca el comportamiento de los conquistadores, causa admiración y asombro la gesta que protagonizaron. Aquellos pioneros ensancharon de modo definitivo el mundo conocido, lo globalizaron por primera vez en la historia. En unos pocos años, a pie o a caballo, recorrieron doce mil kilómetros de norte a sur del nuevo mundo, desde Arizona hasta Buenos Aires, venciendo todas las adversidades, superando todos los obstáculos, luchando siempre con determinación inquebrantable, avanzando paso a paso con el alma entre los dientes.
"Con el alma entre los dientes", novela que narra la aventura de un hombre que acompañó a Cortés y Pizarro en las conquistas de México y Perú.
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CON EL ALMA ENTRE LOS DIENTES: De Tenochtitlán a Cajamarca de [Molinos, Luis]

jueves, 18 de julio de 2013

El Nuevo Mundo - 3

Cortés, “el hombre que dio a Carlos V más provincias que ciudades le dieron sus abuelos”, según la anécdota que se cuenta, siempre se preocupó, aunque solo fuese por propio interés, de que en todo momento la sociedad existente se mantuviese funcionando. ¿Cómo si no, iba a poder controlar con quinientos hombres un territorio tres veces más grande que España, ocupado por más de quince millones de personas? 
Los clérigos que acompañaban a los conquistadores se afanaron en propagar la fe católica, no solo por convicción, sino también por obligación. En el siglo XVI había un debate entre esclavistas y no esclavistas, entre si algunas razas eran personas o no lo eran. El Papa Alejandro VI, en las bulas de donación del Nuevo Mundo, obligaba a cristianizar a los indígenas, con la cristianización se les protegía de la esclavitud. En Estados Unidos se abolió la esclavitud en 1865. México la había abolido en primera instancia en 1810 por Miguel Hidalgo, y oficialmente en 15/09/1829 por decreto de José María de Bocanegra, 36 años antes. A mediados del siglo XX todavía se daban flagrantes casos de discriminación racial en América del Norte.
Muchos religiosos se preocuparon de preservar la cultura indígena, además de Bartolomé de Las Casas, protector por antonomasia de los indios, otros muchos, como fray Andrés de Olmos, Juan de Gaona, Bernardino de Sahagún, Diego de Durán, Juan de Zumárraga, fray Martín de Valencia, fray Tomás Berlanga y tantos más, se dedicaron con denuedo a recopilar los antiguos libros de pintura y a salvaguardar las tradiciones y cantares que los naturales habían ido memorizando a lo largo de los siglos anteriores al desembarco de los españoles. Los libros o códices eran representaciones pictográficas en pieles curtidas de venado o en “papel indiano”, corteza de maguey. Podían ser pictográficos, ideográficos y fonéticos. Habían sido elaborados por los tlacuilo, especie de sacerdotes o gente de formación superior y gran prestigio. Eran de difícil interpretación y requerían del concurso de un experto para entenderlos. 
Los religiosos fueron escribiendo en idioma castellano las historias recogidas de viva voz de la memoria colectiva indígena. Fray Toribio de Benavente, que en signo de humildad cambió su apellido por Motolinia, que quiere decir “pobre”, nos legó su “Historia de los indios de la Nueva España”, uno de los testimonios más importantes del mundo prehispánico mexicano, en donde nos cuenta cómo eran los pueblos antes de la llegada de los conquistadores.
Dice Charles F. Lummis, historiador y arqueólogo norteamericano, 1859-1928:
“Los españoles fueron los primeros civilizadores en el sentido moderno. Construyeron las primeras escuelas y universidades, montaron las primeras imprentas y publicaron los primeros libros, diccionarios, tratados históricos y geográficos. … Ha habido en América escuelas españolas para indios desde 1524. Allá por 1575 -casi un siglo antes de que hubiese una imprenta en la América inglesa- se habían impreso en la ciudad de México muchos libros en doce dialectos indios diferentes, siendo así que en nuestra historia solo podemos presentar la Biblia india de John Eliot. Y tres universidades españolas tenían casi un siglo de existencia cuando se fundó la de Harvard. Sorprende por el número, la proporción de hombres educados en colegios que había entre los exploradores.” “La legislación española referente a los indios era incomparablemente más extensa, más comprensiva, más sistemática, y más humanitaria que la de Gran Bretaña, la de las colonias, y la de los Estados Unidos juntas”. 
Entre los capitanes y soldados relevantes que acompañaron a Cortés no había ni un solo analfabeto, hecho insólito para la época.
La primera población inglesa, Jamestown, se fundó en 1607, casi un siglo después de que Cortés fundara Villa Rica de la Vera Cruz. Cortés conquistó México muchos años antes de que la primera expedición de ingleses hubiera visto la costa americana. Ponce de León había tomado posesión en nombre de España de una parte importante de los actuales EEUU, una generación antes de que los anglosajones pusieran el pie allí.
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miércoles, 17 de julio de 2013

El Nuevo Mundo - 2

Los cronistas de la primera etapa de la conquista, los auténticos “corresponsales de guerra”, nos dejaron impagables testimonios del ingente esfuerzo que costó aquel encuentro de civilizaciones.
“Por lo que a mí me toca, y a todos los verdaderos conquistadores mis compañeros, que hemos servido a Su Majestad así en descubrir y conquistar y pacificar todas las provincias de la Nueva España, que es una de las buenas partes descubiertas del Nuevo Mundo, lo cual descubrimos a nuestra costa, sin ser sabedor de ello Su Majestad.” (Historia verdadera de la conquista de la Nueva España – Bernal Díaz del Castillo, 1496 – 1584).
“En cuya navegación y descubrimiento de tantas tierras, el prudente lector podrá considerar cuántos trabajos, hambre y sed, temores, peligros y muertes, los españoles pasaron; cuánto derramamiento de sangre y vidas costó.” (Crónica del Perú - Pedro Cieza de León, 1518-1554).
“Porque, si los romanos tantas provincias sojuzgaron, fue con igual, o poco menor número de gente, y en tierras sabidas y proveídas de mantenimientos usados, y con capitanes y ejércitos pagados. Mas nuestros españoles, siendo pocos en número, que nunca fueron juntos sino doscientos o trescientos, y algunas veces ciento y aun menos. Y los que en diversas veces han ido, no han sido pagados ni forzados, sino de su propia voluntad y a su costa han ido.” (Verdadera relación de la conquista del Perú - Francisco de Xerez, 1497-1565).
La primera fase de la conquista se hizo con el esfuerzo de lo que hoy llamaríamos emprendedores. Las expediciones se hacían bajo el patrocinio de la Corona pero las sufragaban los propios participantes. Tanto Cortés como Pizarro invirtieron todo su patrimonio en la preparación de sus respectivas armadas. Cortés, que era hombre rico, tal vez el más rico de la isla de Cuba, lo hizo solo, pero tuvo que poner toda su hacienda y aun necesitó endeudarse para completar la expedición. Pizarro, que no poseía tanto peculio, tuvo que buscar otros socios, el gasto lo repartió con Diego de Almagro y Hernando de Luque.
En las conquistas que llevaron a cabo Cortés y Pizarro sobre los dos mayores imperios del nuevo mundo hay muchas similitudes, aun teniendo en cuenta que entre las dos potencias existían grandes diferencias. Separadas por más de cuatro mil kilómetros de difícil terreno, es muy probable que ninguna tuviese conocimiento de la existencia de la otra. Ambas se desarrollaron en fechas coincidentes, pero de muy distinta forma. Los aztecas basaron sus conquistas en guerras de terror y exterminio, manteniendo con los pueblos vecinos no sojuzgados, un constante enfrentamiento para abastecerse regularmente de prisioneros para los sacrificios. Los incas, por el contrario, preferían una política más suave, intentando atraerse la voluntad de los otros pueblos con negociaciones, aunque no renunciaran a la violencia si no lograban convencerlos de las ventajas de unirse al imperio como amigos. Los sojuzgados por los aztecas eran agobiados por impuestos y obligados a suministrar hombres para la guerra, se les mantenía constantemente en el terror para que no olvidasen que no pertenecían a la nación, sino que eran parte de pueblos conquistados. Por el contrario, los incas, adherían los nuevos súbditos al imperio igualando sus derechos sociales a los existentes, aunque les obligaban a cumplir sus leyes y costumbres. Podría decirse, en líneas generales, que los unos basaron su expansión y dominio en políticas de terror, y los otros en políticas de amor paternalista, aunque esa aparente benevolencia era el medio para obligar al pueblo a un sometimiento absoluto al gobierno de los Incas. Ambas potencias mantenían sojuzgados a otros muchos pueblos vecinos, y esa fue una de las oportunidades que encontraron los conquistadores para derrotarlos. 
"Con el alma entre los dientes". La vida de un hombre que acompañó a Cortés y Pizarro en sus conquistas de México y Perú. Novela disponible en Amazon
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martes, 16 de julio de 2013

El Nuevo Mundo - 1

Cuando Hernán Cortés inició el camino que le llevaría a conquistar el imperio azteca, no era un recién llegado a los nuevos territorios de ultramar; ya había vivido siete años en La Española y desde hacía ocho residía en Cuba; era secretario del gobernador Diego Velázquez y se había convertido en un próspero encomendero, siendo poseedor de una de las mayores fortunas de la isla. A pesar de estar tan cerca, los españoles asentados en las islas del Caribe habían establecido muy pocos contactos con el segundo imperio más poderoso del nuevo mundo, del que desconocían su existencia. Desde 1515, solo dos expediciones habían bordeado el litoral, una al mando de Hernández de Córdoba, y otra comandada por Grijalva, ambas con escasos y negativos resultados. En 1518, el gobernador Velázquez decidió hacer un tercer intento y encargó a Cortés la dirección de la empresa. Lo que se planificó en un principio como una misión exploratoria se convirtió, por el genio y carácter de su comandante, en una conquista de dimensiones legendarias. En pocos meses, trescientos españoles derrocaron al emperador y se hicieron con el dominio de un imperio habitado por más de quince millones de personas. Una hazaña de proporciones inverosímiles. Una serie concatenada de circunstancias fortuitas, tuvieron que aliarse para que pudiera producirse un hecho de tan extraordinarias dimensiones.
Apenas una década más tarde se reprodujo otro hecho de características similares. Cuatro mil kilómetros hacia el sur, Francisco Pizarro, al mando de poco más de cien españoles, se hizo con el dominio del imperio Inca, aún más poderoso, desarrollado y cohesionado que el azteca. Si la primera hazaña resulta inverosímil, que otra similar se repitiera solo unos años después, debe forzosamente provocarnos un formidable asombro.
Esos dos hechos fueron los más trascendentes por la calidad y poderío de los pueblos conquistados, pero no fueron los únicos extraordinarios. Durante todo el tiempo que duró la exploración de los nuevos territorios se sucedieron gestas excepcionales, llevadas a cabo por un puñado de hombres de una determinación sobresaliente, de una energía imperecedera, de un temple especial, desde el jefe que los dirigía hasta el último soldado.
Álvar Núñez Cabeza de Vaca, realizó la increíble proeza de recorrer a pie más de 4.000 kilómetros de manglares, selvas y desiertos, atravesando territorios de pueblos indómitos, desde Florida al Golfo de California, en un viaje que le llevó ocho años. Dejó constancia de su epopeya en su libro “Naufragios”.
Alonso de Ojeda, explorador de Venezuela, fue herido en una batalla por una flecha envenenada que le atravesó el muslo. No queriendo acabar como Juan de la Cosa, hinchado como un globo y muerto entre horribles dolores por otro dardo emponzoñado, se arrancó la flecha y pidió que le pusieran dos planchas de hierro al rojo vivo prendidas con unas tenazas para cauterizar la herida. Soportó el indescriptible dolor sin ningún elemento anestesiante. Se quemó toda la pierna pero sobrevivió. Murió pobre en La Española, indigente o acogido en un convento, según las versiones.
El soldado Pedro de Orgaz, fue remando desde el puerto de Cienfuegos hasta Jamaica, en una canoa tomada a los indios, sin instrumentos de navegación, en demanda de ayuda para rescatar a los hombres de Ojeda que habían quedado aislados sin navío. Volvió en una carabela al mando de Pánfilo de Narváez.
Francisco de Orellana surcó en un bergantín 5.000 kilómetros por el Amazonas durante siete meses y consiguió alcanzar la desembocadura y arribar hasta Venezuela.
Son tan numerosos los hechos memorables que muchos quedan escondidos tras los más llamativos. La sucesión de gestas realizadas por un puñado de hombres en tan corto espacio de tiempo, ese afán exploratorio superando adversidades y peligros, resulta sobrehumano, rayano en lo increíble.
Durante los cinco siglos que nos separan de estos hechos, las figuras de Hernán Cortés y Francisco Pizarro, han estado expuestas a las circunstancias y los intereses de cada momento. Durante el siglo XVIII, Cortés fue reivindicado como símbolo de la independencia mexicana, el auténtico “Inventor de México”. Pero la Leyenda Negra que con tanto éxito los anglosajones se ocuparon de propalar para su propio beneficio, se ha empeñado en convertirlo en un personaje siniestro, así como en reducir la conquista a una masacre de inocentes. Otro tanto ha ocurrido con la imagen de su pariente Francisco Pizarro. Se han escrito cientos de libros defendiendo una versión o la contraria, pero basta con echar una ojeada a las sociedades que han llegado hasta nuestros días para hacernos una idea objetiva. En toda la América hispana se ha producido un mestizaje enriquecedor en el que se fundieron los hombres y mujeres de uno y otro lado del océano. En la América anglófona ha habido una preponderancia absoluta del hombre blanco, los indígenas prácticamente desaparecieron sin dejar rastro. Ante esa evidencia hay que hacer un ejercicio de cinismo para defender que los españoles efectuaron un genocidio y los ingleses una ocupación civilizada.
"Con el alma entre los dientes". La historia de un hombre que acompañó a Cortés y Pizarro en sus conquistas de México y Perú. Novela disponible en Amazon.
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