El sol se dirigía a poniente con una
lentitud insufrible, como si se regodeara en calentar aquel infierno, como si
se hubiera detenido a contemplar aquella locura. La luz que despedía era tan
intensa que resultaba amenazante. Ya debía estar la tarde avanzada y sin
embargo seguía golpeando en mi cabeza con la insistencia del herrero en la
fragua. Hubo un momento en que me quedé sólo en el campo, un tiempo en que no
veía a nadie, ni moros ni españoles, ni amigos ni enemigos, como si todos
hubieran desaparecido de esta tierra y fuera yo el único superviviente de la
masacre. En ese espacio me envolvió el canto de la chicharra hasta convertirse
en un estruendo ensordecedor. Me sonó como una letanía persistente y macabra,
como una marcha fúnebre que anticipaba mi último paseo al Hades. Sin flores ni
rezos ni llantos ni amigos ni familiares. Solo.
Deseé que apareciera alguien, aunque
fuera hostil. Estaba en un páramo reseco y pedregoso, sin un árbol bajo el que
cobijarme, sin una flor en la que descansar la vista, sin un pájaro que trazara
un dibujo en el firmamento, sin algo que aparentara una brizna de vida. Sólo el
resol vibrante de la tierra caliente y un horizonte de montañas inhóspitas que
se recortaban en un cielo tan azul, tan terso y tan vacío, que parecía irreal.
Y la sed. Se me habían agrietado los
labios y la lengua no me cabía en la boca. No sé cuánto tiempo estuve caminando
con la única compañía del estridor incesante de las chicharras. Es difícil
calcular el tiempo en esas circunstancias. Sólo sé que entre la vibrante
calina, como surgiendo de un espejismo, se me aparecieron de repente, a unos
centenares de pasos, dos mujeres espoleando a un borriquillo. Ellas debieron divisarme
a mí, antes que yo a ellas, porque se vinieron derechas hasta donde me encontraba.
No esperaron a alcanzarme para preguntarme a gritos si venía del camino y si
había visto heridos o muertos por allí. Iban de batida a por los despojos de la
masacre. Mis ojos quedaron atrapados en unos zaques que pendían del aparejo del
burro. Bebí a pequeños sorbos y en cuclillas como había visto hacerlo muchas
veces a los cabileños en el monte. Tenía fresco en la memoria lo que les había
pasado a los supervivientes de Igueriben al atracarse de agua. Cuando recuperé
el resuello pude contestar a las mujeres. Tenían prisa por rebuscar su parte
del botín entre los muertos que quedaban por la senda. Allí esperaban encontrar
ropas, calzado, armas, algún reloj, algún diente de oro, y con un poco de
suerte incluso algo de dinero. Les pedí que me dejaran uno de los odres y se
negaron. Como insistí empezaron a gritar amenazándome con que los hombres de su
familia venían detrás. Tuve que apuntarles con mi fusil y hacer ademán de
dispararles para que se callaran, y entonces siguieron su marcha echándome
maldiciones. Yo, ya más repuesto, me apresuré a alejarme con mi preciosa carga.
(Fragmento de "Me quedé en Tánger", ebook disponible en Amazon.com y Amazon.es)
No hay comentarios:
Publicar un comentario