sábado, 22 de junio de 2013

Me quedé en Tánger.


El sol se dirigía a poniente con una lentitud insufrible, como si se regodeara en calentar aquel infierno, como si se hubiera detenido a contemplar aquella locura. La luz que despedía era tan intensa que resultaba amenazante. Ya debía estar la tarde avanzada y sin embargo seguía golpeando en mi cabeza con la insistencia del herrero en la fragua. Hubo un momento en que me quedé sólo en el campo, un tiempo en que no veía a nadie, ni moros ni españoles, ni amigos ni enemigos, como si todos hubieran desaparecido de esta tierra y fuera yo el único superviviente de la masacre. En ese espacio me envolvió el canto de la chicharra hasta convertirse en un estruendo ensordecedor. Me sonó como una letanía persistente y macabra, como una marcha fúnebre que anticipaba mi último paseo al Hades. Sin flores ni rezos ni llantos ni amigos ni familiares. Solo.

Deseé que apareciera alguien, aunque fuera hostil. Estaba en un páramo reseco y pedregoso, sin un árbol bajo el que cobijarme, sin una flor en la que descansar la vista, sin un pájaro que trazara un dibujo en el firmamento, sin algo que aparentara una brizna de vida. Sólo el resol vibrante de la tierra caliente y un horizonte de montañas inhóspitas que se recortaban en un cielo tan azul, tan terso y tan vacío, que parecía irreal.

Y la sed. Se me habían agrietado los labios y la lengua no me cabía en la boca. No sé cuánto tiempo estuve caminando con la única compañía del estridor incesante de las chicharras. Es difícil calcular el tiempo en esas circunstancias. Sólo sé que entre la vibrante calina, como surgiendo de un espejismo, se me aparecieron de repente, a unos centenares de pasos, dos mujeres espoleando a un borriquillo. Ellas debieron divisarme a mí, antes que yo a ellas, porque se vinieron derechas hasta donde me encontraba. No esperaron a alcanzarme para preguntarme a gritos si venía del camino y si había visto heridos o muertos por allí. Iban de batida a por los despojos de la masacre. Mis ojos quedaron atrapados en unos zaques que pendían del aparejo del burro. Bebí a pequeños sorbos y en cuclillas como había visto hacerlo muchas veces a los cabileños en el monte. Tenía fresco en la memoria lo que les había pasado a los supervivientes de Igueriben al atracarse de agua. Cuando recuperé el resuello pude contestar a las mujeres. Tenían prisa por rebuscar su parte del botín entre los muertos que quedaban por la senda. Allí esperaban encontrar ropas, calzado, armas, algún reloj, algún diente de oro, y con un poco de suerte incluso algo de dinero. Les pedí que me dejaran uno de los odres y se negaron. Como insistí empezaron a gritar amenazándome con que los hombres de su familia venían detrás. Tuve que apuntarles con mi fusil y hacer ademán de dispararles para que se callaran, y entonces siguieron su marcha echándome maldiciones. Yo, ya más repuesto, me apresuré a alejarme con mi preciosa carga.
(Fragmento de "Me quedé en Tánger", ebook disponible en Amazon.com y Amazon.es)

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