viernes, 14 de junio de 2013

La frontera de los dioses.

- Vengo -prosiguió el  peregrino-, acompañando a esta pareja, que piensa unir sus destinos en sagrado matrimonio. Para ello, demandan en primer lugar vuestra aprobación -hizo una pausa, pero como el señor no dijera nada, continuó-, y ya contando con ella, sería su deseo establecerse en las tierras protegidas por este castillo y contribuir con su trabajo a la prosperidad del señorío, y si Dios lo quiere, a la repoblación de las mismas trayendo a este mundo cuantos cristianos pudiesen procrear.
Hizo don Teodomiro un gesto de beneplácito, removiéndose en la butaca como para mejor situarse. No era mal modo, el comenzar su señorío con nuevos colonos que vinieran a incrementar el número de los pocos existentes. Observó a Hermenilda con ojo experto, concluyendo que había material sobrado para multiplicar considerablemente la cifra de habitantes, siempre que Simplicio estuviera a la altura de las circunstancias. Miró al hombre y creyó adivinar en el brillo de sus ojos, la determinación del que tiene ante sí una tarea titánica, pero que está dispuesto a poner todas las fuerzas en el empeño. Carraspeó para aclarar la garganta y engoló ligeramente la voz.
- Mis queridos amigos, es para mí motivo de regocijo el que queráis unir vuestros destinos al de este señorío. Vivimos malos tiempos. Días de zozobra, con la amenaza constante de los moros sobre nuestras tierras y nuestras familias. Nos atacan, nos saquean y nos matan, queman nuestras cosechas y cada año intentan debilitarnos para que no supongamos un riesgo para sus dominios. Para ser más fuertes necesitamos afincarnos en nuestros territorios, hacerlos productivos y repoblarlos con nuevas generaciones. Yo mismo he unido mi vida a la de doña Eduvigis -señaló a la mujer, que lo observaba con gesto arrebolado; no había duda de que Teodomiro le estaba aplicando un tratamiento muy eficaz-, y aunque ella ya ha contribuido con dos hermosas doncellas, esperamos que el Señor tenga a bien regalarnos algún nuevo vástago que añadir a la comunidad.
Ruborizóse la dama, inclinando la cabeza hacia el suelo, mientras su reciente esposo continuaba imperturbable con su charla.
- Es por lo tanto una satisfacción para mi señorío que una nueva pareja venga a cultivar estas tierras. Tenéis desde este momento mi aprobación y mi bendición. Tiempo habrá de fijar el terreno que se os destinará y las condiciones de uso del mismo, pero podéis tener por cierto que me mostraré magnánimo con vosotros. ¿Estáis ya casados según los mandamientos de la Santa Iglesia?
- Todavía no -respondió Simplicio-, esperábamos a vuestra aceptación.
- Pues debéis solicitar los oficios de Fray Benito para que os una en santo matrimonio sin tardanza. Doña Eduvigis y yo, nos hemos casado ante Dios, aunque por respeto al fallecido don Nuño, que en gloria esté, hemos aplazado los festejos hasta que transcurra un mes del óbito. Os invito desde ya, a que compartáis con nosotros tan alegre acontecimiento, podréis festejar vuestro enlace al mismo tiempo que el nuestro. Será un día de gran contento para todos.
Los dos jóvenes se mostraron muy agradecidos a don Teodomiro, le expresaron efusivamente su gratitud y se retiraron para no importunar por más tiempo al señor del castillo. Simplicio estaba eufórico viendo que todo iba saliendo de acuerdo a sus deseos. También Hermenilda parecía feliz ante las nuevas perspectivas de su vida.
El hombre quiso buscar a toda prisa a Fray Benito para hacer efectiva la unión, y aunque a la moza le parecía que todo iba demasiado acelerado y mostró alguna objeción, pronto se dejó convencer y juntos estuvieron de acuerdo en que lo mejor era santificar cuanto antes su relación.
Se dirigieron, en compañía de Ludovico, Ponciano, y su mujer, hacia la ermita del castillo.    
El fraile era un hombre de corta estatura y larga edad, al que los años le habían ido perjudicando la vista. Estaba en la pequeña capilla, arreglando unos velones, cuando fue sorprendido por la entrada de la comitiva casamentera. Simplicio y su dama se plantaron ante él, quedando el hombre apabullado por las medidas de la moza. Los grandes pechos le llegaban a la altura de los ojos y tuvo que recular dos pasos para subirse a los escalones del altar, quedando en una posición algo más favorable para escuchar a los visitantes.
Dejó que le explicaran los motivos de la urgencia en requerir sus servicios y aunque de natural sosegado y poco amante de las prisas, accedió a casarlos de inmediato ante el riesgo de que cayesen en el pecado, tal era la expresión de ansiedad que se adivinaba en el rostro de Simplicio. Pensó el religioso que el futuro marido no iba a ser capaz de esperar toda la noche sin hacer uso de las prerrogativas de los casados con sus casadas, y que era mejor que si habían de pecar, lo hicieran sacramentados. Por todo ello decidió así mismo prescindir de la costumbre de casar antes del mediodía y en ayunas, pues ya bien entrada estaba la tarde. Entre Ludovico y Ponciano, suspendieron un velo sobre las cabezas de los contrayentes, no sin esfuerzo del segundo, que no era de gran alzada, mientras Fray Benito bendecía la unión con diligencia.
Salieron pues, de la capilla, convertidos en marido y mujer ante Dios y ante los hombres. Como fuese que con las premuras no repararon en que carecían de aposento matrimonial, y no era el caso de pasar la noche de boda compartiéndola con el resto de los solteros, tuvo la mujer de Ponciano que ofrecerles de tálamo, su lecho conyugal, con la promesa de encontrarles un habitáculo propio al siguiente día.
Dado que estaban en la época en que los días se alargan, las sombras no acababan de llegar, pero no estaba Simplicio por demorar el momento del acoplamiento de los cuerpos. Retiráronse en la atardecida al lecho prestado con el ánimo de hacer adecuado uso del mismo.
Todos los habitantes del castillo pudieron dar buena fe del entusiasmo con que se entregaron a la coyunda.
Durante la noche entera se oyeron los gritos de los recién desposados, muy principalmente los de Hermenilda, que al estar dotada de más grandes pulmones, podía en consecuencia con más brío gritar.
Tal fue la vehemencia empleada y tal la prolongación del arrebato, que contagiaron a los demás castellanos, y aquella noche, todos los que tenían la dicha de estar emparejados, cumplieron con ardor con sus obligaciones maritales.
Lógicamente, los solteros, que eran mayoría, tuvieron que acudir a otros medios más íntimos e independientes, pero en cualquier caso, todos fueron arrastrados por el arrebato casi lírico de los acompasados alaridos de la dama.

Parte del capítulo XII de "La frontera de los dioses". Libro disponible en formato digital en Amazon.es y Amazon.com


Opinión de lectores:

CLAUDIO ARAYA ESPINOZA
La Frontera de los Dioses

En el verano del año 997 Almanzor,caudillo de Al Andaluz llegó hasta Compostella y arrasó por completo la villa respetando sólo la tumba del Apóstol Santiago.Ludovico de Borovia estaba allí ese día en peregrinación por la recuperación de la salud de su hijo a pocos días de su nacimiento. De regreso a sus tierras descubre que su casa ha sido destruida y que su familia ha desaparecido.
Comienza su búsqueda frenética que se ve coronada después de 12 años.
Ludovico fue un representante destacado de los hombres y mujeres que habitaban en la frontera que separaba a cristianos y musulmanes.
Es una excelente novela porque muestra a un hombre bondadoso frente a la desgracia de sus hermanos,postergado muchas veces la búsqueda de su familia.Una demostración de virtudes.Excelente
 

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