sábado, 29 de junio de 2013

Los libros de Alejandría

EN EL ORIGEN


Una noche, Alejandro Magno soñó con un anciano de cabellos grises que le hablaba de una hermosa isla ubicada frente a Egipto. Identificó aquel viejo hombre del sueño con su admirado Homero y se propuso buscar el lugar que le había señalado. Cuando conquistó el país de los faraones buscó el emplazamiento que el poeta le había mostrado. Lo encontró al oeste de la desembocadura del Nilo, la isla se llamaba Faros, y Alejandro quedó entusiasmado por su belleza y por las posibilidades naturales que ofrecía su entorno. Inmediatamente decidió que en aquel lugar debía erigirse el puerto más importante del mundo y mandó dibujar, con harina sobre el suelo, el perímetro de la futura ciudad que lo albergase. Apenas los hombres habían completado el dibujo, miles de pájaros se abalanzaron sobre la traza y devoraron la harina. A Alejandro le asaltó la duda, pensó que tal vez se trataba de un mal presagio, pero pronto sus augures lo tranquilizaron. Le dijeron que aquello sólo significaba que esa ciudad acogería a personas tan diversas y tan numerosas como las aves que habían acudido a saludar su llegada.
Se inició así, hace dos mil trescientos años, la construcción de la Alejandría más importante de entre las muchas que fundó el gran conquistador por sus extensos dominios.
A la muerte de Alejandro, sus generales se repartieron el imperio y a Ptolomeo le correspondió Egipto. El que sería el primer gobernante de una larga dinastía que gobernó el país durante trescientos años, pensó que todo puerto necesita una señal que guíe a los barcos, y mandó construir la torre más alta que hubieran visto jamás los hombres. En su cúspide, un sistema de espejos reflejaba la luz del sol a muchas millas de distancia durante los días, mientras por las noches, una gran hoguera servía de advertencia a los navíos. Dicha torre guía se levantó sobre las rocas de la isla de Faros y dio nombre a todas las futuras construcciones de su género.
Simultaneándose con la construcción del faro se fundó y se fue desarrollando la gran Biblioteca de Alejandría. Allí unos hombres decidieron almacenar y salvaguardar en libros todo el saber conocido, por primera vez en la historia de un modo sistemático. 
La luz que emitían los libros de la Biblioteca, la del conocimiento, se expandió con más intensidad aún que la del faro, no sólo en el espacio sino también en el tiempo, y aunque mutilada por incendios, destrucciones, saqueos, odios, envidias y miedos, ha sido capaz de llegar hasta nosotros a través de los siglos.
Hay quién piensa que la escritura es el invento más importante en la historia de la humanidad. Un invento que hizo que personas distintas y distantes entre sí, pudieran comunicarse a través del tiempo. Un invento que propició que los seres humanos pudieran transmitirse el conocimiento venciendo los límites y las ataduras de su propia vida. Un invento mágico.
Nuestra civilización, todos nosotros, somos deudores de aquellas generaciones de mágicos sabios que decidieron escribir y recopilar en libros el conocimiento humano.
Decía Edmundo de Amicis que el destino de muchos hombres dependió de tener o no tener una biblioteca en su casa paterna. Hace dos mil años, Alejandría era como la casa paterna de gran parte de la humanidad. Cuando desapareció su biblioteca, cambió el destino de generaciones enteras de hombres y mujeres.
Decir que si la Biblioteca de Alejandría no hubiera sido destruida la historia del mundo habría sido distinta, es una certeza. Decir que si su legado nos hubiera llegado íntegro, esa historia hubiera sido mucho mejor, es sólo una convicción. Nunca lo sabremos.

Prólogo de "Los libros de Alejandría", una pequeña historia sobre la biblioteca más famosa de la antigüedad. Disponible en formato digital en Amazon.es y Amazon.com

sábado, 22 de junio de 2013

Me quedé en Tánger.


El sol se dirigía a poniente con una lentitud insufrible, como si se regodeara en calentar aquel infierno, como si se hubiera detenido a contemplar aquella locura. La luz que despedía era tan intensa que resultaba amenazante. Ya debía estar la tarde avanzada y sin embargo seguía golpeando en mi cabeza con la insistencia del herrero en la fragua. Hubo un momento en que me quedé sólo en el campo, un tiempo en que no veía a nadie, ni moros ni españoles, ni amigos ni enemigos, como si todos hubieran desaparecido de esta tierra y fuera yo el único superviviente de la masacre. En ese espacio me envolvió el canto de la chicharra hasta convertirse en un estruendo ensordecedor. Me sonó como una letanía persistente y macabra, como una marcha fúnebre que anticipaba mi último paseo al Hades. Sin flores ni rezos ni llantos ni amigos ni familiares. Solo.

Deseé que apareciera alguien, aunque fuera hostil. Estaba en un páramo reseco y pedregoso, sin un árbol bajo el que cobijarme, sin una flor en la que descansar la vista, sin un pájaro que trazara un dibujo en el firmamento, sin algo que aparentara una brizna de vida. Sólo el resol vibrante de la tierra caliente y un horizonte de montañas inhóspitas que se recortaban en un cielo tan azul, tan terso y tan vacío, que parecía irreal.

Y la sed. Se me habían agrietado los labios y la lengua no me cabía en la boca. No sé cuánto tiempo estuve caminando con la única compañía del estridor incesante de las chicharras. Es difícil calcular el tiempo en esas circunstancias. Sólo sé que entre la vibrante calina, como surgiendo de un espejismo, se me aparecieron de repente, a unos centenares de pasos, dos mujeres espoleando a un borriquillo. Ellas debieron divisarme a mí, antes que yo a ellas, porque se vinieron derechas hasta donde me encontraba. No esperaron a alcanzarme para preguntarme a gritos si venía del camino y si había visto heridos o muertos por allí. Iban de batida a por los despojos de la masacre. Mis ojos quedaron atrapados en unos zaques que pendían del aparejo del burro. Bebí a pequeños sorbos y en cuclillas como había visto hacerlo muchas veces a los cabileños en el monte. Tenía fresco en la memoria lo que les había pasado a los supervivientes de Igueriben al atracarse de agua. Cuando recuperé el resuello pude contestar a las mujeres. Tenían prisa por rebuscar su parte del botín entre los muertos que quedaban por la senda. Allí esperaban encontrar ropas, calzado, armas, algún reloj, algún diente de oro, y con un poco de suerte incluso algo de dinero. Les pedí que me dejaran uno de los odres y se negaron. Como insistí empezaron a gritar amenazándome con que los hombres de su familia venían detrás. Tuve que apuntarles con mi fusil y hacer ademán de dispararles para que se callaran, y entonces siguieron su marcha echándome maldiciones. Yo, ya más repuesto, me apresuré a alejarme con mi preciosa carga.
(Fragmento de "Me quedé en Tánger", ebook disponible en Amazon.com y Amazon.es)

viernes, 14 de junio de 2013

La frontera de los dioses.

- Vengo -prosiguió el  peregrino-, acompañando a esta pareja, que piensa unir sus destinos en sagrado matrimonio. Para ello, demandan en primer lugar vuestra aprobación -hizo una pausa, pero como el señor no dijera nada, continuó-, y ya contando con ella, sería su deseo establecerse en las tierras protegidas por este castillo y contribuir con su trabajo a la prosperidad del señorío, y si Dios lo quiere, a la repoblación de las mismas trayendo a este mundo cuantos cristianos pudiesen procrear.
Hizo don Teodomiro un gesto de beneplácito, removiéndose en la butaca como para mejor situarse. No era mal modo, el comenzar su señorío con nuevos colonos que vinieran a incrementar el número de los pocos existentes. Observó a Hermenilda con ojo experto, concluyendo que había material sobrado para multiplicar considerablemente la cifra de habitantes, siempre que Simplicio estuviera a la altura de las circunstancias. Miró al hombre y creyó adivinar en el brillo de sus ojos, la determinación del que tiene ante sí una tarea titánica, pero que está dispuesto a poner todas las fuerzas en el empeño. Carraspeó para aclarar la garganta y engoló ligeramente la voz.
- Mis queridos amigos, es para mí motivo de regocijo el que queráis unir vuestros destinos al de este señorío. Vivimos malos tiempos. Días de zozobra, con la amenaza constante de los moros sobre nuestras tierras y nuestras familias. Nos atacan, nos saquean y nos matan, queman nuestras cosechas y cada año intentan debilitarnos para que no supongamos un riesgo para sus dominios. Para ser más fuertes necesitamos afincarnos en nuestros territorios, hacerlos productivos y repoblarlos con nuevas generaciones. Yo mismo he unido mi vida a la de doña Eduvigis -señaló a la mujer, que lo observaba con gesto arrebolado; no había duda de que Teodomiro le estaba aplicando un tratamiento muy eficaz-, y aunque ella ya ha contribuido con dos hermosas doncellas, esperamos que el Señor tenga a bien regalarnos algún nuevo vástago que añadir a la comunidad.
Ruborizóse la dama, inclinando la cabeza hacia el suelo, mientras su reciente esposo continuaba imperturbable con su charla.
- Es por lo tanto una satisfacción para mi señorío que una nueva pareja venga a cultivar estas tierras. Tenéis desde este momento mi aprobación y mi bendición. Tiempo habrá de fijar el terreno que se os destinará y las condiciones de uso del mismo, pero podéis tener por cierto que me mostraré magnánimo con vosotros. ¿Estáis ya casados según los mandamientos de la Santa Iglesia?
- Todavía no -respondió Simplicio-, esperábamos a vuestra aceptación.
- Pues debéis solicitar los oficios de Fray Benito para que os una en santo matrimonio sin tardanza. Doña Eduvigis y yo, nos hemos casado ante Dios, aunque por respeto al fallecido don Nuño, que en gloria esté, hemos aplazado los festejos hasta que transcurra un mes del óbito. Os invito desde ya, a que compartáis con nosotros tan alegre acontecimiento, podréis festejar vuestro enlace al mismo tiempo que el nuestro. Será un día de gran contento para todos.
Los dos jóvenes se mostraron muy agradecidos a don Teodomiro, le expresaron efusivamente su gratitud y se retiraron para no importunar por más tiempo al señor del castillo. Simplicio estaba eufórico viendo que todo iba saliendo de acuerdo a sus deseos. También Hermenilda parecía feliz ante las nuevas perspectivas de su vida.
El hombre quiso buscar a toda prisa a Fray Benito para hacer efectiva la unión, y aunque a la moza le parecía que todo iba demasiado acelerado y mostró alguna objeción, pronto se dejó convencer y juntos estuvieron de acuerdo en que lo mejor era santificar cuanto antes su relación.
Se dirigieron, en compañía de Ludovico, Ponciano, y su mujer, hacia la ermita del castillo.    
El fraile era un hombre de corta estatura y larga edad, al que los años le habían ido perjudicando la vista. Estaba en la pequeña capilla, arreglando unos velones, cuando fue sorprendido por la entrada de la comitiva casamentera. Simplicio y su dama se plantaron ante él, quedando el hombre apabullado por las medidas de la moza. Los grandes pechos le llegaban a la altura de los ojos y tuvo que recular dos pasos para subirse a los escalones del altar, quedando en una posición algo más favorable para escuchar a los visitantes.
Dejó que le explicaran los motivos de la urgencia en requerir sus servicios y aunque de natural sosegado y poco amante de las prisas, accedió a casarlos de inmediato ante el riesgo de que cayesen en el pecado, tal era la expresión de ansiedad que se adivinaba en el rostro de Simplicio. Pensó el religioso que el futuro marido no iba a ser capaz de esperar toda la noche sin hacer uso de las prerrogativas de los casados con sus casadas, y que era mejor que si habían de pecar, lo hicieran sacramentados. Por todo ello decidió así mismo prescindir de la costumbre de casar antes del mediodía y en ayunas, pues ya bien entrada estaba la tarde. Entre Ludovico y Ponciano, suspendieron un velo sobre las cabezas de los contrayentes, no sin esfuerzo del segundo, que no era de gran alzada, mientras Fray Benito bendecía la unión con diligencia.
Salieron pues, de la capilla, convertidos en marido y mujer ante Dios y ante los hombres. Como fuese que con las premuras no repararon en que carecían de aposento matrimonial, y no era el caso de pasar la noche de boda compartiéndola con el resto de los solteros, tuvo la mujer de Ponciano que ofrecerles de tálamo, su lecho conyugal, con la promesa de encontrarles un habitáculo propio al siguiente día.
Dado que estaban en la época en que los días se alargan, las sombras no acababan de llegar, pero no estaba Simplicio por demorar el momento del acoplamiento de los cuerpos. Retiráronse en la atardecida al lecho prestado con el ánimo de hacer adecuado uso del mismo.
Todos los habitantes del castillo pudieron dar buena fe del entusiasmo con que se entregaron a la coyunda.
Durante la noche entera se oyeron los gritos de los recién desposados, muy principalmente los de Hermenilda, que al estar dotada de más grandes pulmones, podía en consecuencia con más brío gritar.
Tal fue la vehemencia empleada y tal la prolongación del arrebato, que contagiaron a los demás castellanos, y aquella noche, todos los que tenían la dicha de estar emparejados, cumplieron con ardor con sus obligaciones maritales.
Lógicamente, los solteros, que eran mayoría, tuvieron que acudir a otros medios más íntimos e independientes, pero en cualquier caso, todos fueron arrastrados por el arrebato casi lírico de los acompasados alaridos de la dama.

Parte del capítulo XII de "La frontera de los dioses". Libro disponible en formato digital en Amazon.es y Amazon.com


Opinión de lectores:

CLAUDIO ARAYA ESPINOZA
La Frontera de los Dioses

En el verano del año 997 Almanzor,caudillo de Al Andaluz llegó hasta Compostella y arrasó por completo la villa respetando sólo la tumba del Apóstol Santiago.Ludovico de Borovia estaba allí ese día en peregrinación por la recuperación de la salud de su hijo a pocos días de su nacimiento. De regreso a sus tierras descubre que su casa ha sido destruida y que su familia ha desaparecido.
Comienza su búsqueda frenética que se ve coronada después de 12 años.
Ludovico fue un representante destacado de los hombres y mujeres que habitaban en la frontera que separaba a cristianos y musulmanes.
Es una excelente novela porque muestra a un hombre bondadoso frente a la desgracia de sus hermanos,postergado muchas veces la búsqueda de su familia.Una demostración de virtudes.Excelente
 

viernes, 7 de junio de 2013

¡Buen Camino!


¡Buen Camino!


 

Llegar a Santiago de Compostela después de recorrer centenares de kilómetros, caminando durante muchos días seguidos, es uno de los mayores gozos que puede experimentar el ser humano.

Alcanzar la catedral es la culminación de un objetivo conquistado a base de un esfuerzo sostenido, de un festivo sacrificio constante, de una tenacidad y determinación mantenidas durante muchas jornadas.

La alegría que experimenta el ánimo al constatar que hemos logrado el fin que nos propusimos estalla en un abanico de felicidad que se amalgama con las venerables piedras del templo. El alma se funde con las de los millones de peregrinos que a lo largo de los siglos nos precedieron por el camino de la búsqueda y purificación de nuestro yo intangible. Sentimos la inmensa emoción de haber llegado a un lugar santo, de haber culminado un viaje existencial.

Al contemplar el enérgico balanceo del botafumeiro, llenando de suaves aromas las naves de la catedral, se olvidan de un plumazo todos los afanes pasados, nos sentimos ligeros como nunca antes, y sentimos que podríamos volar al compás del majestuoso incensario.      

Todo el mundo debería hacer el Camino al menos una vez en la vida.
"El Camino de Santiago para jubilad@s y otras gentes de poco andar". Disponible en Amazon.com y Amazon.es en formato digital.